04-01-2015
Las memorias de uno, las memorias del
otro V.
Escríbele a alguien más.
A
los fantasmas.
1.
Los atardeceres
de invierno en Cholula suelen provocarme ganas de profanar recuerdos que había
querido olvidar. Con el tiempo he convertido las tardes en el campo de batalla
en el que peleo con los muertos por el presente. A ellos les entretiene susurrarnos
secretos a los oídos, reírse de nosotros y observarnos desde las copas de los
árboles. Por cierto, su mayor miedo es el presentarse con nostalgia en nuestros
pensamientos, eso les aterra. Lo sé porque un domingo, similar al de hoy,
escuché a unos fantasmas hablar en la montaña que está cerca de mi casa. Ellos
mantenían una conversación acerca de nosotros –los vivos– en un montículo de
rocas negras que hay en el bosque. Discutían acerca de nuestra capacidad de
recordar. Uno de ellos argumentaba que la única manera de presentarse a su hijo
era con los olores; especialmente, el de la casa dónde habían vivido durante su
infancia. El otro fantasma, una niña de siete años, comentó que ella se
presentaba así misma, de adulta, con el sabor del pan con café. Ambos fantasmas
se frustraron por la incapacidad de nosotros, los vivos, de vivir el pasado y
los recuerdos sin sentir nostalgia y tristeza. De pronto la niña, Liz, tomó la
palabra:
-¡Ya sé! Ya sé cómo
podría ser que los vivos estén con nosotros sin que sea ‘feo’.
-¿Cómo? –
Preguntó Jorge, el otro fantasma–.
Había mucho frío y el aire no me
permitía escuchar lo que decían. Decidí acercarme unos pasos para escuchar
bien. Uno, dos, tres, cua… mientras caminaba rompí una vara que estaba en el
suelo. Los dos fantasmas voltearon a verme, me sonrieron moviendo su cabeza
hacia los lados, se tomaron la mano y se adentraron al bosque.
A veces regreso a ese lugar deseando
encontrármelos. Espero allí sentado horas viendo como las copas de los árboles
desintegran en pequeños pedazos el cielo, pero no logro ver a los fantasmas.
Mientras oscurece regreso caminando a mi casa con un sentimiento extraño en el
pecho, imagino que son todas mis arterias bombeando la sangre. Al llegar a mi
hogar preparo café de Chiapas mientras converso con mi hermana, subo a mi
habitación, me siento en mi escritorio y veo por la ventana el bosque donde una
vez me encontré a Liz y Jorge.
Hoy,
ahora, estoy sentado en mi silla, despidiendo el atardecer de Cholula; gris,
frío y silencioso mientras, con palabras y tecleos en una máquina, peleo con el
pasado y con sus fantasmas. Hoy el pasado tiene forma de un encuentro con
Sofía, unas montañas al norte de Puebla y la felicidad que sentí en ese
momento.
2.
Después de irme
de voluntario a Saltillo, lo que menos quería era involucrarme con proyectos de
ese estilo. No por miedo, angustia o hartazgo, más bien, porque en el voluntariado
me había dado cuenta de lo fuerte que puedo llegar a sentir el acompañamiento.
Es agotador, la energía se desborda del cuerpo, las sonrisas dejan sin gesto al
rostro y ver a una persona a los ojos es sentir el deseo de saber que el otro
es un ser libre y estás teniendo la oportunidad de compartir su libertad con la
tuya. No quería estar con personas, no podía.
Pasé todo ese año alejado de las
noticias o temas acerca de migración. No frecuenté a mucha gente -no más de la
deseada-y evadía los sentimientos con vino y cerveza. No sabía sortear las
mareas de la aceleración del tiempo, quería estar solo. Sin embargo, por más
trabas que inventaba negando aquellos pensamientos, varios acontecimientos
irrumpían volcando mi sentir hacia todos lugares impensables desequilibrándome
y llevándome al borde de la locura. Un acontecimiento que cortó mi pasividad
con la comunicación con culturas diferentes fue la convocación que me hicieron
algunos docentes de la preparatoria donde acudí para participar como
acompañante de “Misiones”. “Misiones” las he entendido como el día de campo de
los niños burgueses que van en aquel colegio. El hecho de ir a convivir con las
comunidades indígenas del norte de Puebla, darles una despensa, imponer juegos
de ciudad a niños de campo, etc. me resulta vomitivo. Aun así, fuera del
discurso manejado, puede ser una experiencia que permite darse cuenta de la
diferencia, fundadora de la singularidad. En fin. A pesar de mi resistencia y
mi repudio a estas actividades, elegí ir. Deseaba respirar el aire de las
montañas de Puebla, oler el carbón y el incienso; escuchar machetazos contra la
milpa, a la gente del pueblo conversar, las risas de la gente y, sobre todo,
sentirme hospedado por desconocidos. El conocimiento suele engañar; crea mitos
de dependencia, arraigo, aburrimiento, costumbres y ceguera. Desconocer es un
estado de angustia similar al del sentimiento de un niño dentro de un túnel
oscuro con ruidos infernales; es el único sentimiento que vale la pena sentir,
todo lo demás es muestra de lo lejos que uno se encuentra del amor.
Recuerdo que confirmé mi asistencia
a Orlando, el coordinador de “Misiones”. Inmediatamente él me dijo quienes iban
a conformar el equipo al cual fui asignado. Desconocía a tod@s. Me pareció
interesante, aunque cansado. Pregunté a un par de amigos, Rogelio y Pablo si
conocían a alguno de los compañeros. Ambos me dijeron que sí, casi a la
mayoría. Con excepción de uno, José Fer, los demás tenían la capacidad racional
de un parásito. Reí. Semanas antes a la fecha de salida de Puebla hacia la Sierra
Norte comencé a platicar con José Fer –el líder del equipo– para saber si debía
de llevar algo en especial. El tipo no me cayó bien, pensé que era un ídem.
Pasaron los días, me encontraba de
vacaciones. Leía a Gabriel Zaid, “los demasiados libros” y veía constantemente
la película “Candy”. Bebía constantemente en los bares del centro de la Ciudad
de México, escuchaba buenas historias ahí. Me preparaba para el viaje, sabía
que tenía que estar preparado para digerir muchas vivencias durante esos días. En
una plática con Mely, una gran mujer y amiga, comentaba mis inquietudes de ese
momento sobre “Misiones”. Me comentó que
era la mejor decisión que pude haber tenido en mucho tiempo. Y así fue.
3.
Decidí arribar a Puebla días antes de
partir a “Misiones”. Así podría visitar a mi hermana, mi madre y algunas
amistades. La noche anterior al día del viaje no pude dormir. Antes de viajar,
en especial a las montañas, me da insomnio. Así que suelo sentarme, prepárame
un té de manzanilla y pensar por largas horas. Eso regula el sentimiento de
asco y nerviosismo. No es extraño que me suceda eso, supongo. Cualquier
experiencia a la que nos enfrentemos es un hospedaje del otro, este acto sisma
la paz que pueda vivirse en la costumbre. Las horas de meditación, ya sea
sentado con té o en un bar con una cerveza o un whisky son para hospedar, para
dar lugar a ese extranjero que me habita sin previo aviso. La noche pasaba,
tenía mis ojos cerrados y comencé a sentir más frio. Supuse que eran las 4:00
a.m. Así que me levanté lentamente, hice mi maleta: dos playeras, dos pares de
jeans, una sudadera, una chamarra gruesa, un gorro para la cabeza, 3 boxers
(uno para cambiarlo a mitad de semana y el otro por cualquier emergencia), dos
pares de calcetines, un sombrero, un paliacate, libreta, plumas, lápices,
cepillo de dientes, dentífrico, una pequeña navaja, cigarros y una anforita
llena de posh. Me senté a escribir un
par de versos: Tus
comisuras: Resistencia del rostro al vacío
de tu sonrisa. El tacto: Roces de carne causadas por la distancia. 5:00 a.m. Entré a la regadera, el agua estaba hirviendo,
iba a ser un buen día. A las 6:00 a.m. salí en dirección al colegio, punto de
partida a “Misiones”. Al llegar, mi madre bajó conmigo, quería despedirse y
asegurarse que el camión saliera. Las madres hacen actos que desearía entender.
Me dirigí al camión asignado, número tres. Subí mi maleta y me encontré a
Pablo. Nos saludamos, encendimos un cigarro y platicamos sobre algunas mujeres
que iban con nosotros en el camión. Algunas eran realmente atractivas. Solo
eso, atractivas. De pronto llegó Rogelio, nos saludamos con un gran abrazo.
7:30 a.m. hora de salida. Me despedí de beso y un abrazo de mi madre, subí al
camión, pasé lentamente por el pasillo para ver el rostro de la gente que iba a
tener que soportar durante 4 horas de viaje. Me parecieron repugnantes. Tomé
asiento al lado de Pablo y ambos nos quedamos dormidos después de charlar un
poco.
4.
Desperté a las 2 horas de
viaje. Pablo dormía con la boca abierta. Le puse en una basurita de papel para
que se la tragará, reí en silencio. Abrí las cortinas de la ventana. Un paisaje
llano, amarillo con cerros infestados de pinos al fondo. El sol brillaba con
intensidad, la vida parecía dorada. A lo lejos veía chozas de madera con
corrales a los costados y animales dentro. Desde pequeño me gusta imaginar la
vida de quienes habitan otras casas. Me sentía dentro del mundo, en dirección a
un vórtice en el que el tiempo y el espacio de difuminaban dejando solamente la
comunidad, Nauzontla, y mi presencia allí.
Aún ignoraba a los integrantes de mi equipo. No tenía
prisa por conocerlos. Estaría cuatro días con ellos, dormiría en el mismo
cuarto, olería sus pedos en las noches y escucharía sus secretos, no había
prisa. Llegamos a la cabecera municipal cerca de las 11 o 12 a.m. Otros equipos
estaban en el atrio de la iglesia principal esperándonos, riendo y platicando.
No quería hablar con ninguno de ellos. Al bajar del camión, los demás
pasajeros, con una felicidad y compañerismo hipócrita, comenzaron a organizarse
para bajar las mochilas de todos. Yo reía. Me senté en el atrio lejos de esas
personas, encontré una banca de concreto con moho, encendí un cigarro y veía a
una cadena de gente pasando mochilas.
De pronto me rodeó un grupo de gente y comenzaron a
platicar conmigo. Me preguntaron cómo me había ido en Saltillo. Pensé por
dentro: ¿cómo carajo quieren que les cuente en una conversación de un minuto
todo lo que pasó? Pendejos, ni eso podían pensar. Les contesté que bien, me
levanté y fui al baño a encerrarme en un cubículo a fumar sin que nadie
jodiera. Estuve un rato ahí, observando una telaraña en la esquina del muro
azul del baño. Había una mosca atrapada. La araña estaba cerca, no hacía nada.
Decidí salir de ahí, el olor a mierda era fuerte. No había casi nadie. ¿Se
habrían ido sin mí? Encendí un cigarro para pensar lo que iba a hacer cuando
escuché que Orlando gritó mi nombre. Me regañó por tardarme, no hice caso. De
camino hacia el auto que nos iba a trasladar a la comunidad, La Unión, me dijo
que cuidara a los niños y no los pervirtiera. Nos despedimos de un abrazo, me
subí al auto, saludé a Manuel, un joven de 16 años, hijo de uno de los fiscales
de la comunidad, y comenzamos a platicar. Mi mochila y demás lo habían subido
los integrantes del equipo a quienes aún no les dirigía la mirada. Platicaba
con Manuel acerca de su vida, era muy callado y yo un maldito preguntón. Me
comentó que había ido al D.F. el 12 de diciembre para pedirle a la Virgen.
Escuchaba con atención mientras los demás, callados, desagradables, se
limitaban a escuchar nuestras voces. Mientras escuchaba el viaje de Manuel,
calibré el retrovisor en dirección al rostro de una integrante. Parecía la más
pequeña de las mujeres. Su nombre es Sofía. Sofía. Siempre me ha gustado ese
nombre. Por el retrovisor pude ver un rostro blanco, con cejas cafés poco
pobladas, una mirada llena de miedo y felicidad, unos labios largos y varias
pecas en su cara. No la dejaba de ver.
5.
La estancia en La Unión duró
cuatro días. Sofía, desde un inicio, se esforzaba por sentirse ajena al flujo
de momentos que sucedían en las montañas, con la gente. En momentos
específicos, de asombro para ella, expresaba repulsión. Recuerdo una caminata
que hicimos entre los senderos de la comunidad. Había que cambiar grandes
distancias entre casa y casa, la comunidad era grande. Caminábamos con el
equipo y ella decidió retrasarse. No le dimos importancia hasta que no
lográbamos verla. Les dije a los demás que hicieran una pausa, iría en búsqueda
de Sofía. Caminé cerca de cinco minutos. Estaba cansado, iba de subida. A mi
alrededor había una vegetación verde, densa y alta. Me detuve un momento para
tomar un respiro, alcé la mirada y logré ver a un ave de color negro bastante
grande volando sobre el mundo, sonreí. Seguí con la mirada al ave hasta ver al
sol, cerré los ojos deslumbrado. Tardé un poco en abrirlos, veía muchos colores
fluorescentes y, de frente, una sombra color amarilla en forma de mujer. Sus
piernas se movían como dos tornados embistiendo el mundo con ganas de hacerlo
suyo, su abdomen era un océano que ahogaba la razón, su voz un eco infinito.
Desde ese momento no pude percibir a Sofía como antes. Era un continuo cambio de
formas, colores y sonidos que trasgredían el placer, era hermosa.
Decidí no decirle en ese momento lo que me causaba su
presencia. Pensé que no me entendería, me diría loco, drogadicto, raro. Me
ganaría su desprecio. Los días pasaban y el sentimiento era más intenso. Para
hablarle le hacía bromas estúpidas que la hicieran reír. Pero ella no me
comprendió, nunca lo haría. Ella seguía hablando de fiestas, de cumpleaños de
gente, criticaba mujeres, hombres, hablaba de viajes a Disney, de películas de
princesas, de vestidos de graduación. Prefería evadir esas pláticas, ir a fumar
a otro lado o platicar con Estefanía, otra integrante del grupo. No quería
escuchar a Sofía, no podía verla. No por repudio a su forma de hablar, actuar y
pensar. Me alejaba porque pensaba ¿es Sofía lo que me atrae? ¿No será tal vez
mi deseo de Sofía? Si es mi deseo de
Sofía, ¿quién es Sofía, quién habla cuando escucho, quién es esa mujer? ¿Esa
mujer sería, entonces, como actúa, habla y piensa?
Era de noche, la última de “Misiones”. Estábamos
hablando todos, era tarde y decidimos dormir, estábamos exhaustos. Sofía
prendía las luces, hablaba y gritaba, ella no quería dormir. Me levanté y le
dije que se callara, que ya no soportaba sus berrinches de niña consentida
hueca. Ella me pateó la cara, tomó su bolsa de dormir, salió del cuarto y se
acostó en el pasto, en la intemperie. Esperé un rato antes de salir y decirle
que entrara al cuarto. Había un frío del demonio. Salí después de diez minutos.
Ella estaba allí, una mujer ante el mundo oscuro. La quedé viendo con asombro.
Me dirigí a Sofía y le dije que se
metiera. Ella me mandaba al carajo. Ingresé al cuarto por mi bolsa de dormir.
Pensé en dormir al lado de ella, solos, dos seres abandonados en la intemperie
de la montaña viendo el cielo estrellado y escuchándonos, sumergiéndonos en
nuestro deseo por el otro. Al escuchar mis pasos, ella me dijo que me largara.
La quedé viendo de nuevo, fijamente. Pensé la imagen que había inventado
segundos atrás, suspiré e ingresé al cuarto con la sensación de gritarle al
vacío.
6.
Nunca le volvería a hablar.
Estaba decidido. No tenía sentido. En aquel viaje había entendido que el
enamoramiento nunca es hacia el otro, más bien, es la capacidad que uno mismo
tiene de vivir más allá de lo conocido al otro que se te presenta. El
enamoramiento es la tensión que hay entre uno mismo y el deseo de entender a
aquella sombra sin nombre. Los días pasaron, solos, grises, nostálgicos. De la
nada, Sofía comenzó a hablarme vía Facebook. Decidí corresponder, muy a mi
pesar. Me comentó de su viaje a otros mundos donde iría a vivir seis meses. Me
aterró la noticia, quería verme con ella antes de que se fuera. Me mandó al
carajo, de nuevo.
Después de escribirle un poema y mandárselo, comenzamos a
hablar de nuevo. Nos desvelábamos hablando acerca de nuestras vidas. La aburría
con mi vida cotidiana en el D.F. Sofía me narraba paisajes, amistades,
sentimientos. Aún seguía pensándola como un flujo de seres salvajes y hermosos.
El tiempo pasaba, decidí hacerle una carta. Le pedí su dirección de Nueva
Zelanda, no me la dio. La mandé vía internet. Tras leerla me contestó: “Si
quieres escribirle a alguien, escríbele a alguien más”. Me quedé en silencio,
solamente escuchaba el viento metiéndose por el ventanal del departamento del
D.F. y canciones de The Cure. Estaba rendido. Sentí mi alma caerse al vacío. No
por Sofía, más bien, por la experiencia de aceptar una mandada al carajo, la
diferencia, la incapacidad de poseer lo que deseas. Tomé la botella de vino y
me serví en mi taza hasta el borde. Encendí un cigarro, era junio, llovía,
estaba solo, derrotado. Aun así, sonreí. Hay varias maneras de ser feliz. Una
de ellas puede ser sentirse sólo en el universo, como un náufrago ante la nada.
Decidí, al menos con Sofía, guardar silencio por siempre.
7.
Ha oscurecido y apenas se ve la
montaña frente a mi casa. El frío entume mis articulaciones dificultando la
escritura y tengo dos velas encendidas en mi escritorio. La batalla con el
pasado ha cesado por hoy. Cada letra, cada espacio, han sido trampas para el
fantasma, ahora el pasado puede quedarse recorriendo el laberinto de palabras y
sentidos que hay en estas líneas. Sofía sigue siendo un momento grandioso, lo
siento en el frío. “Escríbele a alguien más”. Tomé el consejo. Hoy lo entendí
mientras esperaba sentado en aquellas piedras negras de la montaña. Les escribo
a los fantasmas, escribo esforzándome en responder al cuestionamiento de Jorge
y adivinando la propuesta de Liz, escribo para vivir el pasado diferente,
escribo para re-vivir, escribo para inventar mis platicas con los espectros,
escribo para alguien más, Sofía.
JAGordilloL.
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