jueves, 23 de junio de 2016

Deriva I.

02-06-2016

Las memorias del uno, las memorias del otro VIII.

Deriva I.

Hay una amenaza filtrándose por la ciudad, una peste asentándose, ya sea en el aire libre o en el rincón más asqueroso del metro y no parece haber modo alguno de hacer algo al respecto más que seguir intoxicándonos con cada respiro. Los automóviles, inventados para acelerar la llegada de un punto a otro, han perdido por completo su cualidad que, tal vez, pudo haber servido para dirigir el tiempo “ganado” en la construcción de la vida comunitaria y en el ejercicio de la voluntad del humano. Tener un automóvil proyecta la victoria de la estupidez humana y su cobardía de no tomar el saber cósmico que lo forja para vivirse desde el organismo vital del que somos parte. El humo que vomita el escape me recuerda a los hornos de la Shoah, el sonido del motor y el claxon a los gritos demenciales de las madres que, histéricas ante su imposibilidad para estar consigo mismas y la vida exterior, fisuran la escucha de los hijos pequeños. Las grandes avenidas, esas planchas de concreto, ojalá fueran el camino que guiara a los miles de automovilistas hacia algún destino, por ejemplo, a la vida familiar, ese núcleo singular donde padres e hijos deberían reunirse para compartir su estar siendo a partir de la escucha, de modo que, cada uno de los integrantes, pudiera decir la forma en que ejerce su voluntad en la vida. Las relaciones familiares serían enlaces de acontecimientos que suceden en el organismo vital vinculados por la perdurabilidad del deseo de vida, por tanto, de la finitud. Los hijos, al fin podrían ser comprendidos como una manifestación de la entrega total, sin condición, de un ser a otro posibilitando y afirmando la vida misma. Pero ese no es el destino de las avenidas. Es la constante carrera vacía, incierta y angustiante de llegar más rápido a nuestras pasiones, al placer que produce alcanzar el objeto deseado y, aunque sea por instantes, casi efímeros, sentirse completo; cualquiera que sea el costo por ese sentimiento y olvidar nuestra débil, pobre y ridícula existencia basada en pretender ser otro –él, Justin Bieber, ¿y ella?, la del cuerpo perfecto y cutis limpio con miles de followers en Instagram que atrae la atención de todos los hombres ciegos que basan sus relaciones con las mujeres desde los aprendizajes de la pornografía que satura su historial– se paga aunque este sea el asesinato del otro. El camino por Avenida Patriotismo por la mañana era desconcertante. Los momentos sucedían rápidamente, los automóviles avanzaban al ritmo del semáforo, los rostros de los conductores, por más que me esforzaba en recordarlos, se desvanecían en instantes dejando incógnitas en el camino. Mi destino: ir al banco y pagar, se había convertido en una aventura matutina de asombro por la dinámica cotidiana que sucede en la Ciudad de México. Llevaba prisa, así que ingresé al banco, subí las escaleras, recordé el video Daydreaming de Radiohead, y pensé en escribir sobre el constante cambio de escenarios y mundos que un sujeto vive en su cotidianidad, la densidad histórica que hay en cada uno de ellos y la profundidad con que podríamos escuchar y maravillarnos de esos mundos si tan solo entendiéramos el significado de estar en un lugar, es decir, participar en la continua construcción del cosmos. No había gente formada. Me acerqué a la ventanilla, esa ridícula división de vidrio blindado, donde el único interés que hay para hablarle al otro es una transacción de dinero. Mientras se imprimía el comprobante de pago, volteé hacia mi izquierda donde había un cartel con al menos veinte fotografías de personas con pistolas apuntando hacia las cajas (a ningún civil, solo a las cajas), cuyos rostros eran muy difíciles de identificar más allá de una bola de carne, con un encabezado compuesto por letras rojas y una tipografía Arial 100, que decía: DENUNCIE. El imperativo literal: denunciar con las autoridades a alguna o más personas que aparecen en el cartel si llegase a encontrármelos un buen día en la calle mientras voy atendiendo Whats App y tomando un café de Starbucks mientras en los audífonos suena la nueva canción de The Chainsmokers, me parecía más bien un reto intelectual por preguntarme el significado verdadero de DENUNCIE. ¿Será una mala broma de los directores de los bancos que, un día, mientras estaban por alguna razón equívoca en alguna de las sucursales, se les ocurrió para justificar el trabajo del policía armado de la entrada? O, tal vez ¿es un síntoma más de una sociedad donde el crimen es el atentado contra los grandes corporativos y el Estado su defensor principal?  Una vez con el comprobante en la mano salí del banco. Decidí, en vez de caminar la avenida, ir por las calles de la colonia Escandón en dirección a mi casa. Quise relajarme, los quince minutos de ida habían sido agotadores.

Aún hay zonas donde es posible andar solo por el gusto de hacerlo, recorrer las calles debajo de grandes arboles mientras los pájaros enuncian su existencia con cantos provenientes de la experiencia del vuelo, observar cómo las plantas desbordan los límites rentables del espacio en los balcones de los edificios, ver las ventanas de las casas e imaginar a sus habitantes, sus historias y cómo a partir de ellas están en el mundo. Observaba los negocios locales y cómo interactúan, por ejemplo, con las amas de casa. “Don Juan, buenos días. ¿Qué tal los quince años de su nieta?”, “Seño Mari. Pruebe usted este mango, me lo acaban de traer. Muy bien, si le gustó el regalo que uste` me recomendó”… O bien, con los repartidores de Gamesa: “Quiobo patrón. ¿Cómo le va?”, “Qué paso mi Pedrito, pues aquí, dándole duro”. Mientras seguía mi camino pensé en la infinidad de veces que había entrado a un Oxxo a comprar una Coca-Cola de vidrio, Doritos Incógnita y Delicados, sin siquiera ver a los ojos a la persona detrás de la caja registradora. Recordé, también, aquel verano en San Cristóbal, cuando a los nueve años iba a la tienda de mi tía a atender la caja y las personas que me saludaban: “hola güero”, y la breve plática que se establecía entre los clientes y yo. La platica era importante pues, en ese entonces, me gustaba reconstruir, a partir de los dulces que compraba la gente, su vida cotidiana.

Al llegar a mi hogar, debía apresurarme pues viajaría a Puebla. Tenía algunas horas para ir a otros bancos, preparar una maleta, enviar mails, bañarme, comer algo e irme. Sentía una necesidad de enunciar lo que me había sucedido en la mañana. Había experimentado una vivencia del tiempo y el espacio que, hacía unos meses, planteé en una ponencia sobre la Edad Media donde reflexionaba que ante un presente constituido por la inmediatez, la automatización, el rechazo a todo lo que tenga que ver con lo “duradero”, la eliminación de toda responsabilidad, el desinterés por la historia del otro, una propuesta para posibilitar el lugar de encuentro cuyo interés central sea la escucha atenta y el diálogo para la construcción de un bien común, podría ser la comprensión del tiempo como el historiador francés Jacques Le Goff (1924-2014) propuso a lo largo de su obra: la larga duración. Es decir, una duración del tiempo que fuera comprendida y aprehendida desde la continuidad de las prácticas culturales. De este modo, por ejemplo, la peregrinación a la Basílica de Guadalupe del 12 de diciembre que sucede año con año, deja de ser solamente unas cuantas horas de transmisión en vivo por los canales de la T.V. nacional, primeras planas en diarios, tráfico en las autopistas, o como leí en una ocasión en Facebook: “un montón de borregos”, para ser una tradición que se remonta hacia el siglo XII cuando el culto mariano se populariza y la Virgen comienza a tener un lugar central (junto con Jesús, el Espíritu Santo y Dios) en la religión Católica (como lo muestran frescos en iglesias medievales, miles y miles de cuadros en la Nueva España, e incluso millones de imágenes que al día de hoy se encuentran en todos lados en México) llegando a tener un lugar sagrado en México donde hasta la fecha, después de ocho siglos, sigue siendo un elemento coyuntural para la cultura dentro y fura del país. Vivirse desde la larga duración es saberse como seres cuyas acciones son extensiones de prácticas milenarias. El ser humano se posibilita gracias a la vida de otros, ya sean humanos o de otras especies, todos son importantes. El humano, así como el astro, la jacaranda, la tortuga, el río y la montaña se constituyen a sí mismos como manifestaciones de vida. No habría mundo posible sin el otro. Esa es la singularidad de la larga duración.

Tomé un taxi con dirección a Antara-Polanco. No me fijé la ruta que tomaba el chofer por ir hablando con él. De pronto estábamos atorados en periférico, con un puente monumental encima de nosotros hecho de miles y miles de toneladas de concreto. Imaginé que, colgados, habían helechos gigantes, estoy seguro que cambiaría completamente la experiencia del tráfico. Llegué tarde para tomar el camión de las 18: 00. Queda el de las 20:00. Esperar dos horas en una plaza comercial no figuraba en mi vida de aquel día. Mientras decidía que hacer frente a una gran entrada a la plaza, pensé que tal vez, en unos 100 años, los historiadores podrían decir, al ver nuestra civilización ya en ruinas,  que entre el siglo XX y el XXI los templos más sagrados, después de los estacionamientos, eran las plazas comerciales, pues allí era el lugar donde los individuos tenían múltiples momentos de éxtasis que los llevaban a entrar en un trance-comercial haciendo, al menos, dos actividades principales: el acto de empoderamiento: deslizar la tarjeta de crédito por la terminal, y el acto de comunión: comer un Mctrío mientras el más reciente video de Meghan Trainor copta todas las miradas del lugar sagrado: el fast food.

Starbucks fue mi destino. Me senté en un lugar apartado. La necesidad de enunciación, de inscripción en un mundo sin posibilidad de asentamiento al fin podía ser satisfecha. Comencé a redactar estas líneas, cuando dos mujeres de mi edad se sentaron a mi lado. La distancia entre las mesas era corta, apenas treinta centímetros. Hablaban en voz alta, casi gritando: “no mames la pache-peda que me puse ayer we. Hoy que me levante we, estaba toda frita en la mañana, ni me acordaba del tipo ese con el que me agarré wey, literal, se me olvidó”. Su amiga le respondía: “estaba medio feito, ¿no?, así, medio gato”. Volteé a verlas, no parecieron notar mi presencia. Ambas sacaron sus celulares, la más cercana a mi tenía abierto Instagram y con su pulgar derecho deslizaba con una rapidez impresionante de abajo arriba mientras cientos y cientos de imágenes pasaban hasta que se detuvo en una. “No mames lo buena que está Renata, mira sus boobs, están cabronas”, su compañera, al ver la fotografía tomó un sorbo de su té helado y contesto: “ay si wey, equis, ya sabes que es medio zorra. Además, yo tengo una ‘pic’ parecida y tengo mucho más followers”. Tras diez minutos de estar allí se fueron. Continuaba escribiendo. Paré durante un momento, ya habían pasado dos horas desde mi llegada. Era momento de ir al camión. Volteé a ver a mi alrededor: trece mesas estaban ocupadas, la mayoría de personas estaban viendo sus celulares, los empleados preparando cafés sin parar y diciendo: “hola buenas tardes, bienvenidos a Starbucks, ¿qué le vamos a dar?” una y otra vez, un policía privado bostezando mientras abría y cerraba la puerta a los consumidores, gotas de lluvia deslizándose por los ventanales que reflejaban a un joven volteando de un lado a otro con una lap-top encendida que regresaba la mirada a su pantalla y continuaba escribiendo.