domingo, 11 de enero de 2015

Lo que cubre el polvo.



10 y 11 de enero del 2015.

Las memorias de uno, las memorias del otro VI.

Lo que cubre el polvo.

1.

Con los años he aprendido que en Cholula el tiempo se puede acotar y medir poniendo atención en los constantes cambios de color que hay en el cielo. No hace falta tener reloj ni preguntar la hora; una mirada atenta al cielo basta para evadir el vacío que provoca el no-saber. Las nubes blancas son sábanas blancas secándose con los rayos del sol, los colores rojizos son las antorchas de los dioses enfrentándose a la oscuridad, los tonos azules son el reflejo de miles de miradas hacia el cielo. Otro referente que contiene el terror al vacío son las sombras de los objetos proyectadas en el suelo. Este segundo método lo aprendí hoy mientras, a petición de mi madre, organizaba el escritorio y el librero que están en mi habitación en Cholula, Puebla. Cerca de la una de la tarde, tras leer varias páginas de “Trópico de Capricornio” de Henry Miller y un par de poemas de Charles Bukowski, me dispuse a re-organizar varios montículos de papeles que, desde que me fui a Saltillo, había dejado en el librero y el escritorio. En cuatro años se habían acumulado bastantes hojas, libretas, libros, engargolados, folders y notas. Los rayos del sol penetraban fuertemente por la ventana de la habitación moldeando la sombra de mi batería y algunos muebles. Tomé la silla negra que hace años Andrea, mi prima, me había regalado. La acerqué al lado izquierdo de mi escritorio donde había un montículo de unos sesenta centímetros de papeles y comencé a separarlos. Mientras hacía el proceso de selección sentía mi cuerpo diluyéndose en atmósferas del pasado. Tomé las primeras hojas.

2.

A pesar de la limpieza que Reina hace en la casa desde hace tiempo, las primeras hojas estaban llenas de polvo. Mis manos se tiñeron de gris con pequeños pedazos de pelusa. Las hojas estaban rugosas. Eran mis apuntes, que había hecho cinco años antes, sobre la lectura de un volumen color verde que mi abuelo Jorge había comprado hace varias decenas de años. El contenido del libro es una selección de textos de Aristóteles. Mi letra no ha cambiado mucho al día de hoy. Mi interés por leer al filósofo griego, ahora que recuerdo, fue inspirado por la clase de Filosofía que llevaba en preparatoria. Soto, mi profesor, nos daba cierta versión de la historia de aquel saber. Me molestaba el hecho de que no nos enfrentáramos con los textos de los autores que él mencionaba, así que comencé a leer por mi cuenta. Lo mismo sucedió en las clases de Historia, -comencé leyendo “Historia mínima de México”- y Psicología –después de la primer clase comencé a leer mientras me trasladaba al colegio “Psicología, Ideología y Ciencia”, un volumen coordinado por Néstor A. Braunstein-. En ese entonces no entendía por qué los docentes de la preparatoria, en lugar de motivar la relación entre nuestras singularidades como alumnos, nos inducían a memorizar cierta información que “la ideología” de la institución creía conveniente. Las clases de preparatoria me parecían un proceso en el cual nosotros, los alumnos, éramos domesticados a través de castigos y premios, dieces y cincos, reportes y reconocimientos, todo para que cientos de personas de dieciocho años continuáramos el proceso social de producción, y enajenamiento de la diferencia. Ir a clases significaba acudir al asesinato de mis creencias que, durante más de quince años, rigieron mi relación conmigo y con los otros. Las voces de los docentes desollaban mi cuerpo, las intervenciones de mis compañeros eran continuos ejemplos de cómo no debía de reflexionar. Eran momentos de profunda tristeza, incomprensión y soledad.

            Ordené aquellos apuntes en un folder amarillo. Continué con los papeles que seguían; mis apuntes sobre el libro “Historia mínima de México”. Sonreí con nostalgia. “1717, 1724, 1735…” Desde ese entonces deseé estudiar Historia. Pensaba que antes de emitir cualquier juicio sobre cualquier cosa, actuar para ‘mejorar algo’ y entender nuestro presente, se debía de conocer el pasado al que yo estuviera ligado. Doblados en ocho, encontré debajo de aquellas hojas un par de cartulinas que contenían una línea del tiempo, ésta recorría del 2,500 a.C al 200 d.C. Al mismo tiempo que hacía mis apuntes sobre la historia de México, resumía los periodos en mapas mentales que trazaba en cartulinas para pegarlos en los muros de mi habitación. La historia, en ese momento, era la mejor herramienta que conocía para calmar mi inquietud acerca de la búsqueda de lo verdadero, de la sustancia originaria, de lo que iba más allá de la realidad que podía percibir en ese momento, por cierto, nada agradable; mentirosa, traidora, maldita, embustera, hipócrita, pobre, asesina y corrompida. Deseaba comprender las máscaras que con el tiempo me habían conformado para llegar a mi rostro original. Sospechaba que el proceso de purificación superficial no podía lograrse en los parámetros de mi contexto, por ello había que entenderlo para superarlo después.

            Continuaba separando los papeles. El sol seguía filtrándose por mi ventana, sentía el calor. Tomé dos anuarios. Uno del año 2006, mi primer ciclo escolar en el colegio donde terminaría la prepa. Recordé mis amistades de ese año: Jesús, Armando, Edson, Brenda, Estefanía, Eduardo, Javier, Max. Tras mi expulsión en el colegio anterior y las consecuencias que tuvieron, tenía la presión escolar y familiar de “portarme bien” en la nueva escuela. No quería portarme “bien”, solo no quería tener problemas. Por ello buscaba la compañía de compañeros tranquilos, “buenos niños”. Eran buenas personas, dóciles ante la disciplina. Tenía que disimular mis pensamientos. Así que decidí hacer a un lado mis opiniones e impulsos y comencé a buscar buenas notas. El otro anuario era de la primaria a la que acudía antes de mudarme a Puebla. Años 96-97. Varios recuerdos invadieron mi capacidad para si quiera retener alguno de ellos con la atención que se merecen: Aranza, Edgar, narraciones de terror, ‘Mundi’, natación, la cafetería, el auditorio azul. Mi infancia se me presentó como un torrente de imágenes; aquel niño tierno, feliz y con imaginación infinita se desintegra en el presente.

            “Historia y Grafía, El carácter narrativo del discurso histórico” es el título de un número de la revista que publica semestralmente la universidad donde acudo actualmente. Ese ejemplar me lo regaló el entonces coordinador de la licenciatura hace casi dos años. Empolvado y un poco doblado de las esquinas superiores, lo tomé en mis manos para revisar el índice. Mientras estaba en Saltillo como voluntario, viaje cerca de cinco veces al D.F. para visitar universidades y pedir informes. En cada una de ellas me decepcionaba por la plática que tenía con los docentes. Todos ellos decían cosas obvias, frases y conjeturas que todo aspirante no preparado desea escuchar acerca de la carrera donde estará al menos cuatro años de su vida. En ese momento supe que mi formación debía de continuar al margen de cualquier institución que prometía enseñar cualquier saber. Estaba confundido. ¿Cómo era posible que en el mismo país hubiera gente ignorante al movimiento migratorio centroamericano?, ¿en qué momento las discusiones académicas cesaron de involucrarse en los tráficos sociales y se desdoblaron en discusiones ajenas al contexto social?, ¿por qué ser universitario es ajeno a un acompañamiento espiritual? De pronto, mientras dejaba la revista encima del escritorio, recordé el primer día de clases en la universidad. Caminaba por los pasillos llenos de gente, había frío, me sentí en las caminatas que hacía en los bosques de Chiapas. Las personas, pensé, tienen la maravillosa capacidad de tener ellas la capacidad de provocar vacío, eso es lo que nos mantiene en comunicación, en el deseo de estar acompañados.

           
            Había terminado de seleccionar los documentos que iba a tirar a la basura y los que conservaría. El pequeño espacio donde se encontraban todos esos papeles quedó transparente, limpio.

3.

El librero consta de seis repisas. En la de arriba se encuentra un barco pirata de playmobil que les pedí a los Reyes Magos a los seis años. Desde pequeño mi deseo ha sido el embarcarme en dirección a alguna aventura atravesando los océanos, entender la soledad, dedicarme a establecer una relación con la majestuosidad del mundo, conocer todos los puertos, enamorarme de todas las mujeres y relacionarme con todas las culturas. El barco de juguete me permitió cumplir mis deseos en albercas de hoteles y de conocidos, el agua y el espacio eran infinitos. En la repisa siguiente están casi todos los cassettes de Pink Floyd ordenados cronológicamente, los sacudí un poco ordenándolos de nuevo. Tomé el cassette titulado “Works” (1981). Recordé la primera vez que escuché a Pink Floyd. Fue una tarde de domingo en el antiguo departamento donde viví nueve años en el D.F., Cádiz #11, interior 12. Tenía siete años, estaba jugando en mi cuarto con pequeños juguetes del Rey León, cuando quise beber un vaso de chocomilk. Caminando hacia la cocina me tropecé con un baúl de madera que hasta la fecha conserva mi madre. Nunca lo había abierto, no sabía lo que escondía. Me dirigí corriendo a mi habitación de nuevo, me puse unas botas cafés, mi chaleco verde militar, un casco plateado de mi padre que usaba para visitar las obras de grandes edificios, un cuchillo verde de plástico, una espada gris y una linterna. Iba a desenterrar un tesoro secreto. Tiempo atrás los piratas habían escondido allí su fortuna, pues, eran  perseguidos por otros barcos y tenían que adentrarse a aguas profundas y peligrosas. Tenía que ser rápido, puede que llegaran en cualquier momento. Regresé a la sala donde estaba el cofre. Mi padre estaba sentado en la mecedora leyendo “El Arco y la Lira” de Octavio Paz, lo recuerdo porque la portada del libro me llamaba la atención. Bajé las macetas que estaban arriba del baúl y quité el mantel de colores que mi madre había traído de San Cristóbal de las Casas después de las últimas vacaciones. Constantemente tenía que acomodarme el casco, me quedaba grande y me tapaba la vista. Con cuidado abrí el cofre, volteaba con precaución por si alguna trampa de los piratas me atacaba. Dentro había cientos de cassettes. Tomé uno en mis manos, “Zenyattà Mondatta” de The Police. Le pregunté a mi padre qué música tenían esos cassettes, pues, los únicos álbumes que conocía eran algunos cassettes que regalaban en McDonals al comprar una cajita feliz, eran soundtracks de Disney. Mi padre me dijo que era la música que él escuchaba. Se levantó de la mecedora y se sentó a mi lado. Tomó varios de los cassettes en sus manos, sonreía al verlos. Le dije que los contáramos todos y los acomodáramos, me dijo que sí. Empezamos a separarlos por bandas, Genesis, Yes, The Police, Bob Marley & The Wailers, The Cure, Pink Floyd, Def Leppard, etc. Le pregunté cómo había conseguido tantos cassettes, nunca había visto tantos en mi vida. Me comentó que de joven, a los dieciocho años, había conocido en San Cristóbal a unos amigos con los que escuchaba rock por las tardes e iba a montar motocicleta. En sus viajes al D.F. compraba paquetes de 20 ó 30 cassettes que le recomendaba el dueño de la tienda. Le pedí que escucháramos uno. Mi padre me dijo que era hora de enseñarme la música de verdad. Abrió un cassette (Works) con portada gris, abrió el reproductor de música, instaló todas las bocinas, rebobino el álbum y le puso play. “Set The Controls Of The Heart Of The Sun”. Escuchamos la canción en silencio, me resultó extraña. Nunca había escuchado canciones así, dudaba si eso era música, no entendía. Gaviotas, tambores, fondos musicales del espacio. Las gaviotas me recordaron que estaba en una isla descubriendo un tesoro, le dije a mi padre que se pusiera el casco y me ayudara a llevarme el cofre al barco con toda la tripulación, nos pusimos de pie.

            Al lado de los cassettes había unos papeles bastante desordenados. Los tomé todos y empecé a leerlos. La mayoría conformaban cartas que me habían escrito hace algunos años. Me senté en el suelo decidido a leerlas. La más antigua se remonta a los años en que cursaba la primaria. “Hola Andrés, ¿comemos a la hora del lunch juntos? Te quiere Aranza”. Aranza iba un año arriba, en quinto. Era mi ‘novia’ de ese entonces, hablábamos de karate, tae-kwon-do, Harry Potter, El Señor de los Anillos, The Police, etc. La recordé con mucho cariño. Las siguientes cartas me las habían escrito mis amigos el último año de prepa. Unos por iniciativa y otros debido a un ejercicio que el colegio nos puso. Las leí de nuevo. Todas agradecían la amistad que había forjado con ellos, las aventuras y, sobre todo, las pláticas. No había reflexionado esas cartas, pensé en cómo los otros me vivían, me sentí afortunado de haber conocido a todos ellos: Jorge Castro, ‘Goblin’, ‘Pingu’, Marimar, Stefi y, por supuesto, Chapell. En especial re-leí las cartas de Stefi y las de Chapell, las más largas. Con Estefanía había logrado tener un nivel de comunicación bastante bello, nos escuchábamos, reíamos. Me agradaba abrazarla, me sumergía entre sus brazos. La carta de Chapell contenía, en la última hoja, un dibujo titulado “El Viaje”. El Viaje lo habíamos estado planeando desde la preparatoria. Éste consistía en irnos, sin límite de tiempo y pre-ocupaciones sobre el futuro a recorrer el país. Estábamos seguros que nuestra naturaleza era viajar, aprender, disfrutar, mutar. Sonreí. La siguiente carta que me encontré fue la de Sofía, una exnovia, ahora gran amiga. Inmediatamente recordé las tardes que pasaba en su casa viendo películas, comiendo helado de M&M’s, chocolates, bebiendo café, fumando y bebiendo a escondidas de su madre. Veíamos muchas películas, desde lo más comercial hasta lo más extraño. Su gato, Saboni, me caía bien, lo llegué a apreciar. A Sofía la vivía, en ese entonces, como una gran compañía que me escuchaba y acogía con cariño incondicional. Estar con ella era parecido a acostarse en un riachuelo y sentir como el agua acaricia tu cuerpo sin parar. La siguiente carta me la había entregado Jesús (Chuy) el 15 de junio del 2013, días antes de partir de Saltillo juntos. Mientras re-leía aquellas líneas construía en mi imaginación todos los momentos y espacios que él mencionaba, Chuy me conoció, tal vez, en mi estado más honesto y lúcido. Jesús Pérez, compañero del alma, sé que siempre está allí, a la espera de un abrazo, a la espera de compartir unas sabritas y una coca, unas cervezas y unas alitas, un ron, una plática sobre lo increíble que son las mujeres y de autores con nombres rimbombantes. Las cartas siguientes las habían escrito mis padres, fantasmas del futuro. En sus cartas se lee el amor incondicional desgarrado por el entendimiento de que algún día ya no iba a estar con ellos, ya no me bañarían ni me prepararían de cenar, no me ayudarían más a hacer la tarea, no me vestirían por las mañanas ni me contarían cuentos por las noches; me arrojarían al mundo incierto del crecimiento individual.

            Acomodé las cartas y las metí en un folder. Pasé a la tercera repisa de arriba hacia abajo. 132 discos compactos, un par de revistas que conseguí en Morelos y Monterrey, un par de libros que leía de pequeño “Humito” y “Roberto, el rinoceronte” y, por último, un pequeño encuadernado de color azul que los migrantes me habían regalado el ultimo día que estuve en la Casa del Migrante de Saltillo. Me detuve en los libros de mi niñez. Recuerdo que al regresar del colegio, tal vez kínder o los primeros años de primaria, comía con mi madre, al terminar me lavaba los dientes y me dirigía a mi habitación. Mi cuarto, en la niñez, era el escenario de múltiples mundos donde vivía mis más extremas aventuras. Me sentaba en una pequeña silla de madera que mi abuelo Mario nos había regalado a casi todos sus nietos, tomaba el libro de “Humito” y comenzaba a leerlo. Las ilustraciones de aquel dinosaurio verde me encantaban. Más allá del texto del libro, inventaba mis propias historias a partir de las imágenes. Mientras pasaba las hojas mis ojos se humedecieron. Dejé el libro en su lugar y tomé el encuadernado azul. La portada es mi retrato. Oliver, un voluntario de Saltillo, lo dibujó mientras conversaba con un migrante. Abrí el documento, había fotografías y dedicatorias, “Andres que te baya bien y que dios te bendiga nos bas aser falta aun que nos regañaste muchas beses pero aprendimos mucho de ti siempre yeba en tu corazon atodos los migrantes y nosotros tanbien te yebaremos en el pensamiento y en nuestros corazones Te queremos mucho Andres de todos tus grandes amigos. Catalino Garcia”. Mientras leía aquel documento recordé cuando, en la Casa del Migrante, me dirigía a la cocina cerca de las 12:00 p.m. para supervisar como iba la comida. Al entrar veía a Roberto Nateren vestido con una camisa amarilla, unos jeans, botas cafés y un sombrero ranchero bailando solo canciones del Trono de México. Le decía: “qué paso compañero, qué hay de nuevo”. “Aquí al cien chele” respondía Roberto. Le preguntaba que habían preparado y si hacía falta algo. Tomábamos un vaso de Coca-Cola helada mientras nos platicábamos alguna anécdota. Honduras, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, todos esos territorios son dimensiones de vivencias y recuerdos a los que me remitían aquellas pláticas, paisajes deseados, sueños derramados en palabras.

            Continué con la cuarta, la quinta y la sexta repisa. Libros y enciclopedias que pocas veces abrí, comencé a hojearlas. Dentro de un volumen había un álbum de fotografías antiguo. La sombra de mi escritorio se proyectaba en la pared, las tres de la tarde. El álbum contenía fotografías de un viaje que realicé a Guadalajara en el año 2000 con mis compañeros de Tae-Kwon-Do. Tenía apenas siete años. Recordé aquel viaje. David, el maestro había conseguido la participación de nosotros en un concurso nacional juvenil. Les dije a mis padres y, tras darme muchos consejos acerca de mi seguridad allá, me dejaron ir.  Estaba emocionado, era mi primer viaje solo, con amigos a una ciudad desconocida. Salimos a las 6:00 a.m. del Sport City de Plaza Loreto -donde acudía a clases-. Tras subir mi equipaje me senté al lado de Gabriel, uno de mis amigos cercanos de esas clases. Empezamos a conversar acerca de películas que habíamos visto y juguetes que teníamos. Gabriel me preguntó si me gustaba alguna de las niñas que viajaban con nosotros, le respondí que sí, Camila era su nombre. En las televisiones del camión pusieron “Límite vertical”, una película bastante aburrida. Llegamos al hotel en Guadalajara. La habitación la compartíamos con Cristopher y su hermano de 19 años. La pasamos muy bien. Ese día en la noche entrenamos en la azotea del hotel. El día siguiente fue la competencia. Recuerdo que había muchos niños de mi edad peleando, me sentí algo intimidado, era mi segundo torneo. Me asignaron a mis rivales, eran una cinta más arriba que yo. A mi lado no estaba nadie conocido, estaba ahí, solo a punto de pelear contra gente más grande que yo. Respiré hondo, bebí un trago de agua y me puse la careta, era la primera pelea. El réferi me puso de frente al otro contrincante, no pude ver su rostro, solo sus ojos. Comenzamos la pelea, patadas al estómago, al rostro, iba ganando. Entre los rounds me sentaba solo en la silla y veía fijamente al otro niño. “No necesito de consejos, todo está en lo que yo he aprendido a ser” me decía a mí mismo. El otro combate lo perdí, el niño me pateaba demasiado fuerte, solamente resistía los golpes, no podía respirar. Recuerdo que, casi al final, el niño me pateó la cara rajándome la piel de la nariz, yo sangraba, me enojé: “maldito”. Me fui con todas mis fuerzas contra él y de una patada de frente lo tiré al suelo. Al final gané segundo lugar. En ese viaje fue la primera vez que me sentí grande, no necesitaba de alguien para enfrentarme a mis batallas, pensé. Confiado y seguro de mí, en la última noche de aquel viaje me dirigí a Camila. Ella estaba rodeada de sus amigas, un montón de niñas sentadas en una mesa. Al llegar, interrumpí su plática y le dije a Camila “Hola, me gustas, ¿quieres andar conmigo?”. Mientras me decía que no me acerqué a darle un beso en la mejilla.

            Dejé aquel álbum de fotos en su lugar, no paraba de sonreír al recordar todas las aventuras de aquel viaje. Tomé un folder que estaba entre dos volúmenes de una enciclopedia vieja. Al sacarlo me llené la nariz de pelusa y estornudé varias veces. Al abrirlo me encontré con muchas hojas con poemas, empecé a leerlos y me di cuenta que no eran míos, recordé que pertenecían a los demás ganadores de la beca de literatura a la que acudí en Monterrey en el 2013. Comencé a leerlos detenidamente, me agradaba la mayoría. Pensé en aquel viaje, fue extraño y conocí a gente interesante. Participé en el concurso gracias a Andrea, mi prima. Mandé algunos poemas que había escrito de mayo a junio de ese año, no eran buenos pero tampoco eran basura, era diarrea mental. Un día después de terminar mi voluntariado en Saltillo, ya en Puebla, mientras me dirigía en camión a mi hogar recibí una llamada dándome la noticia sobre el concurso, había ganado un lugar. Me emocioné, el viaje sería en unos pocos días. Una vez en Monterrey, recorría la ciudad la mayoría del tiempo solo y recordaba la primera vez que había acudido a esa ciudad. Durante las tardes teníamos talleres con diferentes escritores, ahí confrontábamos lo que habíamos escrito ante los demás ‘escritores’. Me di cuenta de mi poca virtud para escribir como ellos pensaban que la literatura exigía, yo solamente sentía la necesidad de escribir sobre mi vida. Pensaba que escribiendo sobre mis aventuras o mi cotidianidad podía tener una mayor conexión con mi forma de vivir la realidad del presente. Pensaba que el producto de aquellas narraciones o poemas podían ser aperturas de significado para quienes ‘me’ leyeran. Esa idea no ha cambiado mucho al día de hoy.

4.

Una vez recogido ese montón de archivos, bajé a la concina por una bolsa de basura para meter lo que no había considerado importante guardar. Mis manos estaban acartonadas, tenían polvo todavía. Mi cuerpo lo sentía exhausto, mi memoria no cesaba de recordar momentos. Decidí tomar una ducha, allí podría tranquilizarme un poco. El agua caliente me relaja al punto de ordenar ‘mentalmente’ mis pensamientos y así dedicarle el tiempo necesario de reflexión a cada uno. Me sentí tranquilo, no me sentía así desde la última vez que lloré por una pérdida. Bajé a comer con mi hermana y mi madre. Hablamos sobre el pasado de mi madre y su hermana Paty, me gusta escuchar a la gente hablar cuando no son estupideces. Al terminar la comida le propuse a mi hermana que viéramos El Señor de los Anillos, El Retorno del Rey. Ella dijo que sí pero que compráramos algún postre. Fuimos al Oxxo, ella eligió un gansito, unos pingüinitos y galletas oreo. Tomé una cerveza del refrigerador, dos equis ámbar. Al llegar al hogar preparé café de Chiapas mientras mi hermana me preguntaba acerca de Gandalf. Respondía lo que recordaba de mis lecturas. Subimos a la sala de televisión y comenzamos a ver la película. Casi al final de la película me conmoví como hacía tiempo no me pasaba. Sentí ganas de llorar. Ver aquella película con mi hermana me recordó un momento que pasó hace diez años. Estaba en mi habitación en el D.F, en Cádiz. Veía “La Comunidad del Anillo” acostado en mi cama, comía lenguas de gato que me había regalado Aranza en la despedida que había organizado un día anterior, pues, en esa semana me mudaba a Puebla. No entendía por qué nos teníamos que mudar, comenzar una nueva vida en otro lado, abandonaba a mis amigos, nunca volvería a ser igual, quería mi vida normal, sin alteraciones, sin cambios. Comencé a llorar en silencio. Mi hermana, de un año entró a mi cuarto y, con trabajo, se paró a lado de mi cama y me abrazó dándome un beso en la frente. Me quedé viendo sus ojos rasgados, mi hermana de un año me había dado el abrazo que necesitaba, aquella muestra de afecto y acompañamiento, sin decirme ninguna palabra. La película había terminado, mi hermana tiene ahora doce años. Me dijo que se iba a dormir, se fue a su cuarto. Me quedé sentando en el sofá-cama pensando acerca de este día. Bajé por la cerveza al refrigerador y la subí a mi escritorio. Sentía la necesidad de escribir sobre la experiencia del recuerdo. Encendí un cigarro, abrí la laptop y comencé a escribir.



           
            La memoria, única fundadora del ser. Las formas de recordar estructuran nuestra percepción del presente, el pasado es nuestro referente, cómo recordamos es sinónimo de cómo pensamos. Los archivos, lejos de representar acontecimientos pasados, son marcas que nos permiten entrelazar deseos y traumas para re-inventar nuestros mundos y significarlos con el fin de vivir en un constante movimiento de dimensiones diferentes. Consultar un archivo es profanar una tumba, liberar a un espectro invisible, tocar su ceniza y con ella formular conjeturas de las miles de vidas que el muerto pudo haber tenido. Consultar un archivo es el sumergirse en el provenir de uno, de su apropiación del otro. Hoy, al enfrentarme a mis archivos, me di cuenta que las amistades, amores y sucesos que había vivido se habían escapado, mi rencuentro con ellos fue diferente, comienzo a pensarme a partir de mi concepción de los otros, ellos se borran como huellas en arena mientras me doy cuenta que, sin ellos, mi presencia como hoy la he entendido, es un espejismo.

JAGordilloL.
           
           
           
           
           

            

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