martes, 30 de diciembre de 2014

La pelea entre una rata y una cucaracha enloquecida.


Diciembre 2014.

Las memorias del uno, las memorias del otro IV.

La pelea entre una rata y una cucaracha enloquecida.

1.

Desde hace mucho tiempo, tal vez tres años, he puesto mi atención en Marien. Es una mujer de estatura baja, un metro cincuenta o sesenta. Tiene la piel morena, teñida por el sol, ojos cafés, cabello largo y una nariz demasiado respingada. Marien iba en el colegio donde cursé desde sexto de primaria hasta sexto de prepa. Sin embargo, nunca me interesó hablarle, pues, supuse que no habría tema de conversación. Recuerdo que por lo general estaba rodeada de compañeros y de sus amigas. Ahora que lo pienso, nunca la he visto sola. En fin. Crucé palabras con ella el último año de preparatoria en un viaje en el que coincidimos. El destino fue León-Guanajuato. Una vez allí, como era su costumbre, estaba rodeada de gente. Yo la veía a lo lejos con un amigo, Jorge Castro. Ambos reíamos y nos reprochábamos no ser igual de imbéciles que los demás para lograr tener una plática con ella. No obstante, ignoramos en ese momento que no sería hasta un par de días después, en Guanajuato-Guanajuato, donde tendríamos una larga e interesante platica con Marien, Leticia y una botella de vino.
            A esa plática le siguieron varias similares. Hablábamos acerca de viajes alrededor del mundo, sueños incumplidos, arte, escritura, libros, asuntos familiares, amores imposibles, etc. El hecho de escucharla me causaba angustia. En vez de entenderla, con cada platica se me presentaba distinta, extraña, extranjera, diferente. Tal vez sea esa la razón por la cual estoy escribiendo sobre ella ahora mismo. Esta atracción, lamentablemente, continuó.

            Hace tiempo que invité a Marien al D.F. a pasar un fin de semana conmigo. Ir a caminar por la ciudad, comer juntos, ir a beber a algunos bares, ir a museos que seguramente le hubieran gustado, etc.  era lo que yo buscaba con su compañía. Una vez invitada, Marien, increíblemente, había dicho que iría. Me sorprendió, nunca pensé que se animaría. Y así fue. Tres días antes de la fecha acordada –una noche previa al ultimo día de clases del semestre– me mandó al carajo. No la culpo, seguramente tenía cosas más importantes que hacer como ir a platicar con sus amigas, salir con algún hombre güero de ojos azules, o en el mejor de los casos, dedicar el fin de semana a pintar sobre su caballete escuchando rock & roll.
            Apenas mencionó que no vendría a visitarme, María –una amiga con la que desde hace tiempo he pasado momentos memorables y degenerados– comenzó a hablarme vía Facebook. Comencé a reír y a platicar con ella. Quería que fuéramos por un trago al día siguiente y a conversar sobre lo que nos había pasado a lo largo de un año, tiempo en el que no habíamos cruzado palabras. Confirmé su invitación. Así que, pongan atención lectores, pues, a falta de una historia medianamente interesante como lo hubiera sido la narración de la visita de Marien, les contaré lo que me sucedió al día siguiente de su rechazo. Lo que a continuación leerán no tendrá más sorpresa que peleas, ríos de alcohol, sexo, departamentos destruidos y rechazos. Así es que les recomiendo dos cosas: a) dejar de leer esto y esperar la siguiente entrada que tratara sobre el acto de opinar, caso Ayotzinapa; o, b) ir por un trago, leer esto y al terminar ir inmediatamente en búsqueda de su Marien para no cometer lo que al final de este texto realicé en un acto irracional y desesperado. 

2.

Ir a la universidad desde mi casa significa; $22, tomar dos veces el metro, subirme a dos camiones que por lo regular están hasta la madre y esperar de hora, a hora y media para llegar al destino. Por consiguiente, anticipo mis idas ahí; hay veces que no vale la pena. Sabía de antemano que en calificaciones no me había ido “bien”. Es decir, no había acumulado los puntos requeridos por la universidad para tener el conocimiento necesario para ser un líder emprendedor humanista y cambiar al mundo. Aún así, tenía que ir el último día de clases a las 11:00 a.m. para saber la mediocre nota que el profesor me iba a poner. Así que me levanté a las 8:00 a.m. con algo de resaca, recordé lo de Marien, realicé mi rutina matutina y me encaminé la universidad a escuchar lo que ya sabía.
            Llegué temprano, a las 10:15 a.m. Decidí colarme al departamento de Comunicación. Es fácil escabullirse ahí y tomar el café gratis que es para los docentes. De hecho, la secretaria del departamento, Laura, piensa que soy docente de asignatura. Me cae bien, es demasiado amable y casi diario lleva una falda lo demasiado corta para que, si se es atento con la mirada, se pueda localizar su entrepierna. Después de tomar mi café, fui a fumar un cigarro. Ahí me encontré a un amigo con el que suelo platicar de novelas como El Señor de los Anillos, de mujeres, y de nuestra carrera. Me esperó pacientemente y acudimos a recibir las notas. Una vez dentro del salón, vi a María hablando con Juana, una de sus amigas, al fondo del salón. Decidí no ir a saludar y salir al jardín a fumar otro cigarro. Regresando al salón, vi a un grupo de compañeros rodeando al docente. Imaginé a una perra callejera en celo y a un montón de perros mal alimentados alrededor de ella queriendo penetrarla para luego ir a buscar basura para comer. Me dieron risa y decidí esperar al final. Así podría burlarme de sus caras cuando éstas sonrieran o se angustiaran. Casi al principio pasó María a mi lado, acariciando mi espalda baja preguntándome a qué hora nos íbamos a ver. Le dije que me hablara a la 1:00 p.m. Pasaron los otros treinta y tantos compañeros hasta que fue mi turno. Me senté en la silla frente al  docente. Inmediatamente sacó mis exámenes, me los entregó y posó su mirada en la pequeña pantalla de su laptop buscando mi nombre en las casillas de una hoja Excel. Le quedé viendo fijamente el rostro pensando en los momentos en los que él me había hecho sonreír o hecho reflexionar acerca de las atenciones que tiene un hombre con otro. A eso acudía a las clases, no a aprender números ni complejidades absurdas; el acompañamiento de entes que transitamos el universo. Prefiero quedarme con esa vivencia. No le comenté nada de lo que pensaba y sentía en ese momento, aún no sé por que no lo hice. Me dijo que había sacado 8. Le di las gracias, un apretón de manos manteniendo su mirada y salí del aula con una lágrima a punto salir de mi ojo. Fui a encender otro cigarro alejado de la gente. Pensé en qué hubiera pasado si hubiera enunciado el momento de congoja con el docente y si hubiera soltado esa lágrima. Ahora son quistes en el alma, protuberancias llenas de silencio y miedo. Eran las 12:15 p.m.

3.

Tenía sed. Eran demasiadas emociones en ese momento. Las ignoré dirigiéndome a la máquina dispensadora de Coca-Cola a pedir una. $9. En mi infancia costaban $5. Aquel refrigerador gigante vomitó la lata, me agaché reverenciándolo por quitarme dinero y darme líquido negro, tomé el producto, fijé mi vista en una bola de papel higiénico que estaba en el suelo y logré levantarme. Pensé en mi promedio del semestre. Me faltaban unas décimas para cubrir el requisito. No podía hacer absolutamente nada por cambiarlo, pero eso aún no lo sabía. Así que acudí con dos docentes a pedirles, que por favor, me subieran un punto en la nota final. Apenados me dijeron que el día anterior habían entregado las calificaciones “al sistema”. ¿Quién será el señor sistema? Les agradecí a ambos y salí más relajado. Al menos tenía seguridad de dos cosas en la vida. La primera: Marien no estaría conmigo el fin de semana y, la segunda: no había sacado el promedio requerido. Me dirigía rápidamente a la salida cuando María volvió a llamar al celular, eran las 3:02 p.m.

4.

-¿Hola? –contesté–.

-Perdón, se me fue el tiempo platicando con mis amigas. ¿Aún estás en la universidad o por aquí? –preguntó María–.

-Iba a irme en este instante. No te apures, a mi también se me había olvidado.

-Ha-ha. Hay que vernos, te veo fuera del departamento de filosofía.

-Está bien.

            Mientras iba caminando la pude ver de lejos. Estaba con Beatriz, una de sus amigas. Al llegar saludé a ambas. Platicamos cinco minutos y Beatriz se fue. María me preguntó a dónde quería ir.

-¿Aún vives en el edificio que conozco?

-Sí.

-Podemos ir allí y comprar un par de vinos. Es más barato.

-Va.

-Vamos por el vino a una tienda aquí cerca. Son buenos. Te van a gustar.

-Está bien. ¿Muy conocedor de vinos ahora, o qué?

-Solamente sé lo que me gusta –respondí–.

            Salimos de la universidad y acudimos a la Castellana. Una tienda de vinos, licores y tapas españolas. Ahí acostumbro ir a comer con mis amigos después de clases. Tomé dos Malbec. $150. Salimos de la tienda, le hice la parada al camión.

-No, vamos en mi camioneta –dijo María–.

-Pensé que habías renunciado a ella. Al menos eso me dijiste hace un año.

-Muchas cosas pasan en un año.

-Como por ejemplo, la Navidad y el Año Nuevo –le dije restando importancia a su comentario–.

A punto de ingresar a la universidad recordé que está prohibido meter bebidas embriagantes allí al menos que haya un ‘evento especial’ como por ejemplo: la graduación de una generación, la presentación de un libro que seguramente ganará el próximo novel, etc. Así que escondimos las botellas en la bolsa de María. Reímos bastante. El guardia nos vio, sonrió y movió la cabeza hacia los lados. Nos burlamos del simulacro que se monta en diferentes lugares para hacer creer que hay seguridad. Fuimos al estacionamiento. Bajamos dos niveles y ahí estaba su Jeep negra. Nos subimos y en el asiento de copiloto vi una revista “social” ahí expuesta. La tomé, la comencé a leer y María me dijo:

-Ahí trabajo. Me llevo con los dueños.

-Qué asco. ¿Te pagan? –pregunté–.

-Claro.

-¿Mucho?

-Lo suficiente.

-¿Qué haces exactamente? ¿poner los nombres de la gente en orden, o, escribir los títulos?

-Tonto. Edito la revista.

-Oh.

            Salimos del estacionamiento, estuvimos a punto de chocar con un pesero. Olvidé lo mal que manejaba María y el pavor que me daba subirme a su camioneta. Reí y maldije un par de veces. Después de diez minutos llegamos al edificio, aunque tardamos media hora en entrar a su departamento debido a una falla en la chapa de la puerta. Allí me di cuenta que había cambiado de departamento. Ahora vive en el piso 6, no en el 7. Se abrió la puerta e imaginé la entrada al infierno. Vi su piso de color rojo debido a un tapete que tiene desde hace tiempo.

5.

Pregunté dónde estaba el destapa corchos y un par de vasos para servir una de las botellas de vino. Se disculpó por no tener copas. Disculpa que me pareció innecesaria. Siempre tomó vino en vasos o tazas en mi casa.  Me dirigió a su cocina y me señaló unas puertas. Dentro habían botellas de vodka, ron, algunos vasos y el destapa corchos. Tomé lo necesario, me dirigí a la mesa de cristal que tiene en el área del comedor, abrí el vino y nos serví. Antes de tomar asiento fui por un plato para arrojar ahí la ceniza de mis cigarros. Una vez sentado, brindamos por la ocasión y bebimos hasta el fondo. Sequé mis labios debido al derramé del vino en mi boca y volví a servirnos. Me preguntó si quería poner música. Respondí que sí. Me gusta poner la música que a mí me gusta en reuniones, al menos que la compañía sea un amplio conocedor y tenga buen gusto. Puse Portishead, un álbum en vivo que grabaron en Nueva York. Tomé asiento de nuevo, encendí un cigarro y comenzamos a charlar sobre nosotros. Comencé la plática con lo que había sido de mí y, al terminar, ella expuso su parte. El álbum había terminado. Decidí poner Deftones. Abrimos la otra botella de vino y continuamos bebiendo. Me comentó que sus ideas sobre la sencillez, conocer el mundo, viajar, escribir, leer y demás se habían ido al carajo. De hecho, ella ahora concentraba su vida en convivir con la ‘alta sociedad’ de Monterrey, beber, ir a Los Cabos los fines de semana e ir a antros todo el tiempo. Seguimos bebiendo. Las dos botellas de vino se habían terminado, fui por el vodka, hielos y nos serví a ambos. Continuaba escuchando. El hecho que ella me contara lo que había vivido y el gran vacío que sentía al continuar con ese estilo de vida me hizo sentir como un padre escuchando la confesión de una mujer. Agradecimos ambos la escucha y cambiamos de tema, cosas que no requerían tanta atención. Ella continuó bebiendo rápidamente. Terminamos la botella de vodka y comenzamos a servir ron. No había nada que nos parara. Era una plática que fluía mientras metiéramos alcohol a nuestro cuerpo.

6.

Comenzó a hablar sobre su más reciente enamoramiento con algún hijo de puta de Oaxaca. Empezó a balbucear y ahí supe que ese encuentro se iría directo al carajo. Me levanté y me dirigí hacia el gran ventanal que da hacia los cerros del valle de México. Observé con detenimiento el ocaso. El sol huía del mundo detrás de grandes edificios, un tráfico que abarcaba kilómetros, ríos de gente vestidos con traje por las calles, un exceso de ruido absurdo y miles de luces encendiéndose queriendo simular la luminosidad del sol. Me concentré en las sombras que producía el choque de los rayos con cualquier objeto. Mientras era parte de ese acontecer, María, ya alcoholizada, arrojó mi Ipod al suelo y puso sus canciones favoritas. Inmediatamente le subió al volumen, comenzó a bailarlas y a cantarlas con mucha fuerza mientras el sol nos arrojaba, de nuevo, a la oscuridad.
            Me serví ron con hielo, fui por un cigarro y me senté en su sala a verla bailar. Había adelgazado bastante, se veía bien, aunque con menos volumen en sus senos. Tenía una chamarra de cuero, una ombliguera de color rojo y unos jeans muy apretados. Se me quedó viendo a los ojos y comenzó a acercarse lentamente hacia mi. Se sentó en mis piernas, aventó el vaso de cristal al suelo igual que mi cigarro y comenzó a besarme el cuello. Ella olía a coco, es su olor favorito desde niña. Llegó a mis labios y me mordió hasta sacarme sangre.

-¡Carajo, estás loca! –le grité mientras me quitaba la playera–.

-¡Cállate y cógeme! –me gritó–.

            No sabía sí era en serio o estaba bromeando. Así que continuamos besándonos. Ella se frotaba fuertemente contra mi pelvis. De pronto, cuando estuve a punto de quitarle la playera, ella se levantó y corrió a servirse más ron. De regreso se cortó el pie con un vidrio roto que estaba en el suelo debido al vaso que ella había lanzado. Comenzó a reírse y se cayó al suelo. En ese momento supe que no estaba bromeando. Me paré a levantarla y me pidió que la dejara en el suelo. Cambió de canción, puso Rape Me de Nirvana. Me agradó el cambio de música. La levanté, se desnudó por completo y nos sentamos a seguir bebiendo en silencio. Ella agitaba su larga cabellera negra de un lado a otro cantando. Yo solamente la miraba en silencio. Sin previo aviso tomó la botella de ron y la bebió de un sorbo. Se levantó y comenzó a bailar más.

-¡Ve por más vino! –me gritó riendo–.

-¿Dónde está?

-¡En el refrigerador!

            Me levanté para ir a la cocina, abrí el refri. Solamente había una botella de whisky y otra de Coca. Las llevé a la mesa, nos serví a los dos. En ese momento ya estaba ebrio. El mundo me pesaba, me sentía como una rata gorda escavando el inframundo de la Ciudad de México. Tomé consciencia cuando María me comenzó a quitar los boxers. Ella succionaba y succionaba. Me rendí ante ello. Levanté su cabeza, la tomé del brazo y caminé hacia la sala. Nos tiramos allí, seguimos besándonos. Apunto de la penetración ella se levantó a servirse más whisky. Está bien. Jugaré su juego, me dije. Me levanté y me serví otro trago. Ella había derramado Coca en el piso mientras bailaba. Puse atención para no pisarla, fue inútil. Brindamos hasta el fondo. Nos servimos otro trago. Regresé al sillón. Ella seguía bailando. Su piel empezó a caerse en pedazos, como una coraza de cucaracha. Éramos una rata y una cucaracha ebrios peleando por poseernos.
            No soporté más. Fui por un trago, lo bebí de fondo y la tomé en mis brazos. Era resbalosa. No tenía piel. Se movía como queriendo escapar, pero me besaba al mismo tiempo. No sabía qué hacer. La pude haber dejado, pero continué besándola. Nos dirigimos a su nido hecho de hueva de otras cucarachas. Se tumbó boca arriba abriéndome las piernas. Comencé a besar su pubis, sus ingles. Ella me tomó de la cabeza, me alzó a la altura de su rostro, tomó mi verga y se la insertó con violencia. Comencé a penetrarla fuertemente. Solamente se escuchaban sus chillidos. Con sus seis patas me prensó la espalda haciéndome heridas. La sangre chorreaba en su cama. Era una batalla salvaje. Yo continuaba penetrando. Ella enloqueció, gritaba, me empujaba y al mismo tiempo hacía más presión en su vagina. Ambos perdimos la razón. Nos caímos de la cama. Cambiamos de posición. No podíamos separarnos. Ella quería tener algo dentro, yo quería estar dentro de ella. Nos azotábamos contra muros, contra el piso. Entramos a su baño, cogimos en el lavadero hasta romper el mueble, el piso se inundaba. Ella me arrojó hacia atrás con una patada. Se metió a la regadera y abrió el grifo. El agua era helada, no importaba. Las cucarachas sobreviven ante cualquier atrocidad. Inclusive a una rata. Me metí tras de ella, rompimos la cortina del baño, nos caímos y ella salió corriendo por un trago. La seguí rápidamente. Nos acabamos la botella de whisky. Nos arrojamos sobre la alfombra roja, me prensó con más fuerza que nunca, no podía dejar de penetrar. Ella me arrojó de una patada y me empezó a comer la verga. No paraba. La tomé del cabello y ella empezó a masturbarme fuertemente. Yo gritaba y ella gemía como una gata en celo. No pude contener más. Me vine mientras ella rociaba el semen alrededor de toda su cara. Al terminar succionó por última vez mi verga con delicadeza. Ella había triunfado. La cucaracha pudo contra la asquerosa rata que suele alimentarse de insectos.
            Me separé de su boca, fui por un cigarro y me acosté en el piso. Estaba exhausto, con la espalda y los pies sangrados, con restos de semen en mi pierna y una locura que poco a poco se desvanecía. Ella entró a su cuarto azotando la puerta con fuerza. Cambié la música. Puse Lulú, de Lou Reed y Metallica. Busqué más alcohol y encontré escondida una botella de ron. Me serví un trago y lo bebí de fondo. Toqué la puerta, ella me abrió y se acostó diciendo que la abrazará. Le dije que eso no iba a suceder. De hecho, le dije que ya me iba. Ella enloqueció al escucharme. Me aventó sus tacones, un portarretrato en la cabeza y demás pendejadas que tenía en su buró. Me vestí rápidamente, tomé la botella de ron, lo que quedaba de mis cigarros y salí de su departamento.

7.

Escuché sus gritos aún fuera de su departamento. Una vecina salió a ver lo que pasaba. Me vio a los ojos, gritó, tiró lo que tenía en sus manos y se metió a su departamento. Tenía que escapar de ese maldito lugar. Corría como una rata. Escapaba de mis depredadores. Tomé el elevador. Iba a poner planta baja, sin embargo, decidí picar el botón del piso 7. Ahí vivía una compañera de la universidad. Pensé que me podía hospedar y tal vez, coger. Toqué a su puerta. Me abrió un güey de unos treinta y tres años sin playera, con muchos músculos. Me sentí un idiota. Me di la vuelta y escuché que dijo: ‘¡qué asco, qué le pasa!’ Tomé el ascensor a planta baja. Salí rápidamente y vomité en la entrada. Corrí hacia un camión, pagué $6, estaba lleno de gente, yo hedía a alcohol y sentía la mirada de todos violando mi apariencia. Me senté en las escaleras traseras y dormí un poco hasta que se me cayó la botella de las manos hacia la calle. Maldije el momento, vi un asiento vacío, me senté. Eran las 7: 13 p.m.

8.

Marien había desaparecido de mis recuerdos. Mis cicatrices del encuentro con María también. El olvido había devorado ambos aconteceres hasta el sábado pasado. Manolo, un amigo, hizo una fiesta en Atlixco – Puebla. Junto con Marlon, Edu, Josephi y Kentucky fuimos a aquella fiesta. De camino compramos cerveza e íbamos bebiendo. De pronto, a petición de mis amigos, narré la historia sobre un acontecimiento en el que unas golondrinas se presentaron haciendo un espectáculo durante un mes en el estado de Chiapas. Seguimos bebiendo. Al llegar a la fiesta y después de saludar a algunos amigos, llegué con Raúl quien me dio una botella de whisky. Comencé a beber de ahí. Ambos platicamos un rato y, sin predecir el encuentro, Marien pasó frente de mi con la cabeza abierta, con sangre. Patética similitud con María. De eso se trata, de peleas, desollar, sangrar y beber. De nuevo, asustado por aquella imagen, le di un trago al whisky y huí, como una rata en búsqueda de paz, entre la gente de la fiesta deseando no ver nunca más a Marien, pues, lo que había estado muerto, enterrado, pudriéndose; se me presentó como un destello de luz.



JAGordilloL.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

La mosca, la clase, Renata y el Corn Flakes.



Noviembre y diciembre 2014.

Las memorias del uno, las memorias del otro III.

“La mosca, la clase, Renata y el Corn Flakes”.


1.

Desperté con el sonido del despertador que emite el celular. Me levanté a las 6:00 a.m. Aún estaba oscuro, el sol no salía. Imaginé que el sol se resistía a darle vida al mundo. La iluminación suele desatar la locura. Mi única pelea a diario, por ahora, es no convertirme en un degenerado.

         No entiendo a la gente que se levanta con el sonido de un aparato, es ridículo. Un fracaso como ser viviente. ¿Quién en su ‘sano’ juicio disfruta despertar con el terrible sonido de un aparato de plástico a las 5:00 o 6:00 de la mañana, bañarse de cinco a diez minutos, tomar un mal café, ir al trabajo o a la universidad durante ocho horas –a veces más, a veces menos– y enriquecer a otras personas? (La inmensa mayoría, nosotros somos esos quienes.)
         Para una persona que use medianamente su razón, despertar debería ser levantarse a las 11:37 a.m. con una mujer desnuda o con una erección. Otra opción es el despertarse a las 5:00 a.m., salir a la calle o al campo, caminar, y seguir hacia el este, el nacimiento del sol. 

         Una vez despierto me senté en el borde de mi cama. El despertador continuaba sonando, no lo encontraba, no podía apagar ese sonido infernal. Recordé que hacía algunos días había leído acerca del exterminio que hubo en el Holocausto. La lectura narraba el momento en que los nazis conducían a las mujeres y los niños a las cámaras de gas. Una vez dentro se encendían las ‘regaderas’. Los lamentos y los gritos se mezclaban con cientos de gansos que soltaban los soldados para desplazar el eco de los gritos que alguna vez clamaron ser escuchados. Llevaba dos minutos despierto.

         Encontré el celular, no sabía donde pulsar el botón que apagara esos sonidos técnicos. Decidí quitarle la pila. Me levanté de mi cama dirigiéndome a la cocina. Tenía media hora de ‘sobra’. Pude haber desayunado quesadillas, un chocomilk y un café que compré en el Oxxo la noche anterior. Decidí preparar el café. Me dirigí a la cocina, agarré la bolsa de plástico, tomé dos medidas de aquella planta con una cuchara sucia que estaba sobre la cocineta y llené la cafetera. Vertí agua del grifo en el depósito de aquella máquina. Me quedé durante cinco minutos observando el procedimiento del polvo al líquido. Quité la taza –tiene grabados de las olimpiadas que hace diez años fueron en Grecia– de la cafetera. Me dirigí hacia el balcón que da a la calle. Abrí la puerta corrediza y observé el paisaje. Había autos estacionados sobre el pavimento corroído. Me dio asco. Decidí voltear hacia el este. El sol salía. (recordé mi estancia en Chipas en el 2012 donde, en un cerro, recibí el año nuevo rodeado de gente desconocida. Fue grandioso.) Los tonos del cielo se tornaron naranjas en lo profundo, claros en ¿lo cercano? Solté una sonrisa. La única batalla que vale la pena en la vida es poder sonreír. Levanté la taza, abrí mis labios y entró una mosca grande de color verde. Tiré el recipiente de porcelana sobre el balcón. Me ahogué cerca de un minuto, cerré los ojos, negro. Negro. La mosca estaba en mi garganta. Ingresé mi dedo índice a mi boca y vomité. En el liquido que estaba en el piso se encontraba la mosca aún moviéndose. Reí. La tomé por las alas –era muy grande–. La acerqué a mis ojos. Le dije que la primera vez que extrañe a alguien fue cuando, de niño, en el kínder, encontré un gusano clavado en una malla ciclónica. Retiré al gusano de la malla, lo puse en mis manos, le di un beso y de repente, su pequeño, frío y asqueroso cuerpo brincó hacia el suelo. Lancé la mosca al vacío del balcón, no voló. Se azotó contra la calle, esa gran plancha de concreto corroída.
         Me dirigí a mi habitación. Vi la hora que marcaba el celular, 6:30 a.m. Se me estaba haciendo tarde. Tomé mi toalla e ingresé al baño. Me quité la ropa y me quedé viendo mi reflejo ante el espejo roto que se encuentra sobre el lavabo. La forma del cuerpo humano es curiosa, pensé. Me sentí extraño, fuera de mi, como un extranjero habitando un cuerpo. Por unos momentos la motricidad, mi capacidad de pensar me resultó completamente ilógica. Fue aterrador. Giré la llave de la regadera hacia la izquierda. Bañarse con agua caliente podría ser cotidiano. Para mi es un lujo. En especial desde hace dos años, pues, en mi estancia en Saltillo tenía que hacerlo la mayoría de las veces con agua fría. No porque no hubiera gas y por consiguiente agua caliente; simplemente no sabía encender el boiler, me daba miedo.
         Terminé mi ducha después de quince minutos. Algunas mujeres me critican por tardarme ‘mucho tiempo’ bañándome. Me dicen que debería de ahorrar el agua y ser más consiente (¿de qué?, quién sabe). Les respondo que no me interesa restarle minutos a mi baño, que la ecología es una muy mala broma –y de mal gusto–.  Fui a mi recamara, abrí mi clóset y solamente encontré un montón de ropa sucia, una carta que recientemente me habían enviado y un par de zapatos. Tomé lo que tuve a la mano, me vestí, arreglé mi mochila, tomé 20 pesos de mi buró, le di un trago a un cartón de leche que sabía amargo y salí de mi hogar. Eran las 7:39 a.m.

2.

Tomé el ascensor del edificio donde vivo. Olía a marihuana y tenía restos de vómito en el piso. Reí. Seguramente alguien la había pasado bien la noche anterior. El elevador hizo una pausa en el segundo piso e ingresaron un par de mujeres hermosas. Nos saludamos, la puerta se cerró completamente. Imaginé que bajaba al infierno. Hasta ese momento del día, no parecía haber otra opción: despertarme, beber un mal café, vomitar, la mosca, el sonido del celular, el olor a azufre del elevador y, lo peor, acudir a clase de Persona y Humanismo a las 9 a.m., todo concordaba. Lo único bueno del infierno, pensé, es la compañía de estas dos mujeres con quienes me gustaría pecar toda una eternidad de penitencia. Sótano I. Salí de aquel contenedor infernal viendo de reojo el cuerpo de aquellas vecinas.
         Camine en dirección al metro Patriotismo. Aún no había muchos automóviles, detalle que aprecié al andar. Después de cinco minutos y tropezarme con una raíz de jacaranda, llegué fuera del metro. Sentí ganas de vomitar. El olor era una mezcla de atole, tamales, tacos al pastor, cilantro, agua sucia, cloro y cigarro. Ingresé al 7 eleven que está fuera del metro. Olía peor. Escogí un par de Sol Clamatos, un Gatorade sabor lima-limón y unos Delicados 15`s. Pagué con tarjeta de débito y continué mi camino.
         Me dio gusto que no hubiera mucha gente esperando los vagones en dirección a Tacubaya. No iría tan apretado. La gran larva naranja se detuvo e ingresé en ella. Dentro había un señor vestido de payaso que estaba maquillándose. Maquillarse mientras la larva se arrastra por aquellos túneles debe ser complicado, admiro a quienes lo hacen. Yo me picaría un ojo con los instrumentos del rímel. A mi lado había una mujer vestida de gris con una insignia de Liverpool que escribía en su celular. Logré ver emoticones con figura de corazón que le enviaba un tal José, ella sonrío. La gran larva frenó y nos vomitó hacia las pestilentes e infestadas calles de Tacubaya. Salí rápidamente de la estación del metro para tomar un camión que me dejaría fuera de la universidad. Saludé a “Don Pepe”, el encargado de la logística de los colectivos. Abordé el vehículo. Decidí sentarme al lado de la puerta trasera para, cuando me tocará salir de allí, fuera lo menos incomodo posible, el camión suele atascarse. Comenzó a llover. Yo iba sentado junto a la ventanilla y veía como, una por una, se empañaban debido al sudor y el aliento de todos los pasajeros que íbamos. Comencé a sudar, éramos demasiados. Decidí cerrar los ojos e intentar dormirme.
         Me levanté justo a tiempo, había llegado a mi destino. Ya no había tanta gente dentro. Tenía mi brazo pegado por el sudor al del pasajero de alado. Al levantarme del asiento logré sentir como se despegaban. Decidí pensar en otra cosa más agradable. Descendí de aquel contenedor de humedades e ingrese al futuro de la humanidad, a la promesa del saber, a la mejor decisión de la vida, al sitio donde se gesta el conocimiento, a las grandes instalaciones donde la creatividad fluye como mierda en el intestino grueso de cualquier mamífero, al sport city de los libros, al Disney clasemediero, a la garganta de la decadencia; entré a la universidad.

3.

Caminé hasta el área de fumar. Encendí un cigarro y abrí el primer clamato que había comprado. Observaba a las personas que me rodeaban. La mayoría de las mujeres parecían una copia de sí mismas: botas cafés u oscuras, leggins de color negro –sin duda, el mejor invento del siglo XX–, blusas con manga larga y un corte ajustado a la altura de los senos, un chaleco y cabello largo. Decidí poner atención en una plática de un par de ellas, sin embargo, no pude concentrarme en lo que decían debido a su tono de voz, pues, pareciera que en cada enunciación están preguntando algo. Todas llevaban su bolsa a la altura del ante brazo, su celular en mano izquierda y un café en la derecha. Las mujeres se confunden, sus decisiones y acciones se mueven hacia una dirección: representar una imagen que no está a su alcance, que no es real. La cultura de las aspiraciones no se limita al género femenino. Los hombres suelen tener un estilo homogéneo. Zapatos bien lustrados, jeans medianamente ajustados, cinturón, camisa de rayas o cuadros, un chaleco o suéter, y por cerebro, un testículo en estado de putrefacción. Costales de orina y mierda. La única belleza que pude percibir en ese momento fue el sabor del clamato en mi boca. Terminé mi cigarro y me dirigí hacia el aula.

4.

            Entré cinco minutos tarde al salón. La docente ya había pasado ‘lista’. Me senté en la hilera más alejada del pizarrón. Era un buen lugar, lograba ver a todos desde allí, especialmente a la docente. Gabriela, por lo que pude asumir, es una señora de unos cuarenta años, casada desde hace algunos 15 largos y tediosos años, madre de al menos dos hij@s. Es una mujer alta, tiene el cabello de color negro y largo –a media espalda–, usualmente iba vestida de color negro y pantalones acampanados de la pantorrilla y apretados del culo. Su rostro expresa soberbia y sus lentes la hacen ver sexy. Usa bolsas Michael Kors. Fantaseé varias veces con ella. Hubiera sido divertido coger con ella e incomodarla con miradas provocativas mientras nos daba clases. Gabriela comenzó a hablar sobre las ‘enfermedades mentales’, los ‘trastornos mentales’, etc. Para respaldar sus hipótesis nos comentó que había estudiado psicología, psiquiatría y seis años de psicoanálisis. Me limité a alzar las cejas, suspirar, abrir mi mochila, sacar mi libreta y el otro clamato. Me pregunté ¿cómo es posible estudiar psicoanálisis y afirmar ‘enfermedades mentales’? no me sorprendió. Gabriela hablaba y hablaba. La clase se convirtió en un monologo además de aburrido, impreciso en tanto argumentos de los saberes en los que decía estar especializada. Recordé los programas de Martha  Debayle. (Martha Debayle es una señora que tiene un programa de radio. Habla sobre Dios y gallinas; yoga y amantes; temas trascendentales para mujeres de clase media sin nada que hacer y en búsqueda de un tema para la platica del café con sus demás amigas.) La clase era una burla, era como un programa de la señora Martha y ¡nos cobraban por eso!  

            Pensé en arrojarme por una ventana que estaba allí. De pronto, cambié de idea y recodé las noticias gringas acerca de los alumnos de escuelas que llevan metralletas y asesinan a sus compañeros y docentes. No los culpo. El ambiente de la clase hedía. Éramos cerca de treinta ¿alumnos? calentando la banca, sudando por el ano, pensando en cualquier cosa absurda, jugando con el celular, pasando rápidamente las fotos de Instagram, dibujando círculos y rectángulos en los márgenes de las libretas, hablando por whatsapp, etc. Bonitos rostros sodomizados esperando pacientemente que la información se las den en biberón, sacar buenas calificaciones, ir de viaje en Navidad, salir de la universidad, casarse, maestría, trabajar, subir de puesto, jugar a la casita y tener hijos, meterlos a escuelas bilingües, llevarlos a clases extra, un auto nuevo, una casa nueva, y después de eso, meter a los hijos a la misma universidad donde desperdiciaste varios años de la vida en un estado de ignorancia. Estaba encerrado, como una rata grande, sucia, gris y sin esperanza dentro de una pequeña caja de cartón. Todo estaba perdido cuando entró Renata al salón.

5.

            Renata es una compañera que al parecer estudia comunicación, ‘ri’, o esas cosas. Es alta, tiene la piel morena, ojos verdes, una nariz pequeña pero respingada, cabello de color café –siempre se peina con media coleta–, unos labios pequeños y un cuerpo que haría a Cristo descender de nuevo a la Tierra solo para admirarla. Iba con su chamarra morada, suele usarla bastante. Se sentó dos sillas delante de mi, logré oler su perfume: Coco Madeimoselle. Ese olor pudo apaciguar, por unos momentos, todos los olores a muerte que habían rodeado mi día. Me quedé viendo fijamente su ademán más constante: poner las manos a la altura de su cuello y echarse el cabello que posa en sus hombros hacia su espalda. Esos pequeños gestos logran producir más emoción que ver a las mujeres semi desnudas. Observar a Renata contenía todo acontecer que hiciera que odiara al mundo, me permitía pensar en algo hermoso que nunca comprenderé.

            Volví mi atención a la clase, Gabriela hablaba, otra voz en el desierto:

-…Debido a la falta de autoestima y violencia intrafamiliar es que hay alcohólicos. Son los síntomas de todos esos trastornados. Evidentemente, si no se atienden esos casos, el daño social se expande en el núcleo familiar afectando a los niños, quienes, por cierto, aprenden a través de imitación –decía la docente–.

            Abrí el clamato con discreción. No se pueden ingerir bebidas alcohólicas dentro de la institución. Se puede estafar a los alumnos, secundar la estupidez e ignorancia de los docentes, fumar cigarros, pagar colegiaturas –claro, lo más importante–, hacer obras de caridad, mear el piso del baño, cagar en lavabos, beber Coca-cola, etc.
            Estaba a punto de opinar sobre la sarta de ingenuidades que la maestra decía cuando una compañera intervino:

-¿Oye miss? O sea, usted que ha estudiado mucho, con doctorados y así, ¿tomar así anticonceptivos y tomar alcohol te puede matar? O sea, es que, el otro día escuché una historia de una niña que le pasó eso. O sea, tipo que, la niña se puso borracha y luego se tomó las pastillas. O sea, ¿qué opinas miss?

            No pude soportar la carcajada y comencé a reír estridentemente. Carajo, no podía creer lo que estaba pasando y que fuera participe de ese momento. No podía parar de reír y sin querer escupí un poco de clamato. Mis compañeros me quedaron viendo con cara de asco y repudio. Me limpié la boca con las mangas de mi suéter. Me quedé viendo a la compañera que, por cierto, era bastante guapa y tenía unas piernas bastante tonificadas.

-¿Te sientes bien? –me preguntó la maestra–.

-No podría estar mejor, -le respondí con una gran sonrisa–.

-¿Qué estás tomando?

-Oh, es una bebida energética. Contiene algo de levadura y un animal molido. Tiene alto contenido en proteínas, lípidos y, si abusas de su consumo puede que pases por un proceso de desinhibición, rías mucho, digas algunas tonterías, te pongas caliente, tengas sexo y al otro día no puedas con tu vida debido al tremendo dolor de cabeza.

            Hablaba con tono serio.

-¿Es cerveza?

-Casi. Es Sol Clamato.

-¿Estás ebrio?

            La clase estaba en silencio y dependiendo de quien tuviera la palabra, la maestra o yo, nos volteaban a ver.

-Estuve ebrio ayer. Ahora solo bebo un trago.

-¿Has pensado en ir a terapia?, puede que tengas un grado de alcoholismo.

-He ido a terapia. Gestalt, conductismo, constelaciones, con chamanes, tomado Valium, Prozac, bebido mucho alcohol, psiquiatras, etc.

-Deberías de retomarlo… -me lo dijo en un tono esperanzador–.

-Aunque al día de hoy he descubierto una terapia que por su metodología, costo y solidez teórica sobrepasa a las que he mencionado. Aún no es muy conocida.

-¿En serio? Y, ¿cuál es?

-Muy simple. Al levantarse por la mañana, tras tomar una ducha y estar bien vestido, debes de sentarte en el comedor de tu mesa en completo silencio. Cierras los ojos durante dos minutos y, mientras desayunas, lees el contenido energético del Corn Flakes. –Respondí–.
            Mis compañeros rieron bastante. Incluso la docente sonrío un poco. Pero, al ser nuestra madre dentro de la universidad, tuvo que poner orden, reprimir la risa, la alegría, para retomar la profunda seriedad que llevaba el rumbo de la clase.

-Por favor, compórtate. Pareces un niño de prepa o secundaria. Respeta a tus compañeros. Su opinión es tan válida como la tuya, no seas soberbio –comentó la docente–.

            Decidí quedarme callado y esperar a que terminara la clase. Pensé en hablarle a Renata al final de aquellas dos horas infernales. Tal vez la invitaría por un trago. Me interesaba escucharla, simplemente, observarla. Desistí. Prefiero que eso no pase nunca. Seguramente iríamos por un vino, platicaríamos algunas horas, me enamoraría más y la besaría. Sin embargo, he decidido quedarme con el placer recordar su voz en el futuro.
           
            Pasaron largos y pesados minutos, veía el rostro de la docente gesticular, escupir algunas gotas de baba. Recordé Tacubaya, Patriotismo y sus calles, los campos de concentración, el zumbido de la gran mosca verde, mi ingreso al infierno, gansos, prototipos, espectaculares, claxon, Martha, Gabriela. ¡Basta! No podía más. La clase había comenzado a las 9:10 a.m. Eran las 9:40 a.m. Me resigne, tomé de un sorbo el resto del clamato. Busqué una pluma en mi mochila, encontré una con tinta roja. Observé de reojo a Renata, abrí mi libreta y comencé a escribir lo que había vivido ese día y; salió esto.



JAGordilloL.