10 y 11 de enero
del 2015.
Las memorias de uno, las memorias del
otro VI.
Lo que cubre el polvo.
1.
Con los años he
aprendido que en Cholula el tiempo se puede acotar y medir poniendo atención en
los constantes cambios de color que hay en el cielo. No hace falta tener reloj ni
preguntar la hora; una mirada atenta al cielo basta para evadir el vacío que provoca
el no-saber. Las nubes blancas son sábanas blancas secándose con los rayos del
sol, los colores rojizos son las antorchas de los dioses enfrentándose a la
oscuridad, los tonos azules son el reflejo de miles de miradas hacia el cielo.
Otro referente que contiene el terror al vacío son las sombras de los objetos
proyectadas en el suelo. Este segundo método lo aprendí hoy mientras, a
petición de mi madre, organizaba el escritorio y el librero que están en mi
habitación en Cholula, Puebla. Cerca de la una de la tarde, tras leer varias
páginas de “Trópico de Capricornio” de Henry Miller y un par de poemas de
Charles Bukowski, me dispuse a re-organizar varios montículos de papeles que,
desde que me fui a Saltillo, había dejado en el librero y el escritorio. En
cuatro años se habían acumulado bastantes hojas, libretas, libros,
engargolados, folders y notas. Los rayos del sol penetraban fuertemente por la
ventana de la habitación moldeando la sombra de mi batería y algunos muebles.
Tomé la silla negra que hace años Andrea, mi prima, me había regalado. La
acerqué al lado izquierdo de mi escritorio donde había un montículo de unos
sesenta centímetros de papeles y comencé a separarlos. Mientras hacía el
proceso de selección sentía mi cuerpo diluyéndose en atmósferas del pasado.
Tomé las primeras hojas.
2.
A pesar de la
limpieza que Reina hace en la casa desde hace tiempo, las primeras hojas
estaban llenas de polvo. Mis manos se tiñeron de gris con pequeños pedazos de
pelusa. Las hojas estaban rugosas. Eran mis apuntes, que había hecho cinco años
antes, sobre la lectura de un volumen color verde que mi abuelo Jorge había
comprado hace varias decenas de años. El contenido del libro es una selección
de textos de Aristóteles. Mi letra no ha cambiado mucho al día de hoy. Mi
interés por leer al filósofo griego, ahora que recuerdo, fue inspirado por la
clase de Filosofía que llevaba en preparatoria. Soto, mi profesor, nos daba
cierta versión de la historia de aquel saber. Me molestaba el hecho de que no
nos enfrentáramos con los textos de los autores que él mencionaba, así que
comencé a leer por mi cuenta. Lo mismo sucedió en las clases de Historia, -comencé
leyendo “Historia mínima de México”- y Psicología –después de la primer clase
comencé a leer mientras me trasladaba al colegio “Psicología, Ideología y
Ciencia”, un volumen coordinado por Néstor A. Braunstein-. En ese entonces no
entendía por qué los docentes de la preparatoria, en lugar de motivar la
relación entre nuestras singularidades como alumnos, nos inducían a memorizar
cierta información que “la ideología” de la institución creía conveniente. Las
clases de preparatoria me parecían un proceso en el cual nosotros, los alumnos,
éramos domesticados a través de castigos y premios, dieces y cincos, reportes y
reconocimientos, todo para que cientos de personas de dieciocho años
continuáramos el proceso social de producción, y enajenamiento de la
diferencia. Ir a clases significaba acudir al asesinato de mis creencias que,
durante más de quince años, rigieron mi relación conmigo y con los otros. Las
voces de los docentes desollaban mi cuerpo, las intervenciones de mis
compañeros eran continuos ejemplos de cómo no debía de reflexionar. Eran
momentos de profunda tristeza, incomprensión y soledad.
Ordené aquellos apuntes en un folder
amarillo. Continué con los papeles que seguían; mis apuntes sobre el libro
“Historia mínima de México”. Sonreí con nostalgia. “1717, 1724, 1735…” Desde
ese entonces deseé estudiar Historia. Pensaba que antes de emitir cualquier
juicio sobre cualquier cosa, actuar para ‘mejorar algo’ y entender nuestro
presente, se debía de conocer el pasado al que yo estuviera ligado. Doblados en
ocho, encontré debajo de aquellas hojas un par de cartulinas que contenían una
línea del tiempo, ésta recorría del 2,500 a.C al 200 d.C. Al mismo tiempo que
hacía mis apuntes sobre la historia de México, resumía los periodos en mapas
mentales que trazaba en cartulinas para pegarlos en los muros de mi habitación.
La historia, en ese momento, era la mejor herramienta que conocía para calmar
mi inquietud acerca de la búsqueda de lo verdadero, de la sustancia originaria,
de lo que iba más allá de la realidad que podía percibir en ese momento, por
cierto, nada agradable; mentirosa, traidora, maldita, embustera, hipócrita,
pobre, asesina y corrompida. Deseaba comprender las máscaras que con el tiempo
me habían conformado para llegar a mi rostro original. Sospechaba que el
proceso de purificación superficial no podía lograrse en los parámetros de mi
contexto, por ello había que entenderlo para superarlo después.
Continuaba separando los papeles. El
sol seguía filtrándose por mi ventana, sentía el calor. Tomé dos anuarios. Uno
del año 2006, mi primer ciclo escolar en el colegio donde terminaría la prepa.
Recordé mis amistades de ese año: Jesús, Armando, Edson, Brenda, Estefanía,
Eduardo, Javier, Max. Tras mi expulsión en el colegio anterior y las
consecuencias que tuvieron, tenía la presión escolar y familiar de “portarme
bien” en la nueva escuela. No quería portarme “bien”, solo no quería tener problemas.
Por ello buscaba la compañía de compañeros tranquilos, “buenos niños”. Eran
buenas personas, dóciles ante la disciplina. Tenía que disimular mis
pensamientos. Así que decidí hacer a un lado mis opiniones e impulsos y comencé
a buscar buenas notas. El otro anuario era de la primaria a la que acudía antes
de mudarme a Puebla. Años 96-97. Varios recuerdos invadieron mi capacidad para
si quiera retener alguno de ellos con la atención que se merecen: Aranza, Edgar,
narraciones de terror, ‘Mundi’, natación, la cafetería, el auditorio azul. Mi
infancia se me presentó como un torrente de imágenes; aquel niño tierno, feliz
y con imaginación infinita se desintegra en el presente.
“Historia y Grafía, El carácter
narrativo del discurso histórico” es el título de un número de la revista que
publica semestralmente la universidad donde acudo actualmente. Ese ejemplar me
lo regaló el entonces coordinador de la licenciatura hace casi dos años.
Empolvado y un poco doblado de las esquinas superiores, lo tomé en mis manos
para revisar el índice. Mientras estaba en Saltillo como voluntario, viaje
cerca de cinco veces al D.F. para visitar universidades y pedir informes. En
cada una de ellas me decepcionaba por la plática que tenía con los docentes.
Todos ellos decían cosas obvias, frases y conjeturas que todo aspirante no
preparado desea escuchar acerca de la carrera donde estará al menos cuatro años
de su vida. En ese momento supe que mi formación debía de continuar al margen
de cualquier institución que prometía enseñar cualquier saber. Estaba
confundido. ¿Cómo era posible que en el mismo país hubiera gente ignorante al
movimiento migratorio centroamericano?, ¿en qué momento las discusiones
académicas cesaron de involucrarse en los tráficos sociales y se desdoblaron en
discusiones ajenas al contexto social?, ¿por qué ser universitario es ajeno a
un acompañamiento espiritual? De pronto, mientras dejaba la revista encima del
escritorio, recordé el primer día de clases en la universidad. Caminaba por los
pasillos llenos de gente, había frío, me sentí en las caminatas que hacía en
los bosques de Chiapas. Las personas, pensé, tienen la maravillosa capacidad de
tener ellas la capacidad de provocar vacío, eso es lo que nos mantiene en comunicación,
en el deseo de estar acompañados.
Había terminado de seleccionar los
documentos que iba a tirar a la basura y los que conservaría. El pequeño
espacio donde se encontraban todos esos papeles quedó transparente, limpio.
3.
El librero consta
de seis repisas. En la de arriba se encuentra un barco pirata de playmobil que les pedí a los Reyes Magos
a los seis años. Desde pequeño mi deseo ha sido el embarcarme en dirección a
alguna aventura atravesando los océanos, entender la soledad, dedicarme a establecer
una relación con la majestuosidad del mundo, conocer todos los puertos,
enamorarme de todas las mujeres y relacionarme con todas las culturas. El barco
de juguete me permitió cumplir mis deseos en albercas de hoteles y de
conocidos, el agua y el espacio eran infinitos. En la repisa siguiente están
casi todos los cassettes de Pink Floyd ordenados cronológicamente, los sacudí
un poco ordenándolos de nuevo. Tomé el cassette titulado “Works” (1981).
Recordé la primera vez que escuché a Pink Floyd. Fue una tarde de domingo en el
antiguo departamento donde viví nueve años en el D.F., Cádiz #11, interior 12. Tenía
siete años, estaba jugando en mi cuarto con pequeños juguetes del Rey León,
cuando quise beber un vaso de chocomilk. Caminando hacia la cocina me tropecé
con un baúl de madera que hasta la fecha conserva mi madre. Nunca lo había
abierto, no sabía lo que escondía. Me dirigí corriendo a mi habitación de
nuevo, me puse unas botas cafés, mi chaleco verde militar, un casco plateado de
mi padre que usaba para visitar las obras de grandes edificios, un cuchillo
verde de plástico, una espada gris y una linterna. Iba a desenterrar un tesoro
secreto. Tiempo atrás los piratas habían escondido allí su fortuna, pues, eran perseguidos por otros barcos y tenían que
adentrarse a aguas profundas y peligrosas. Tenía que ser rápido, puede que
llegaran en cualquier momento. Regresé a la sala donde estaba el cofre. Mi
padre estaba sentado en la mecedora leyendo “El Arco y la Lira” de Octavio Paz,
lo recuerdo porque la portada del libro me llamaba la atención. Bajé las
macetas que estaban arriba del baúl y quité el mantel de colores que mi madre
había traído de San Cristóbal de las Casas después de las últimas vacaciones.
Constantemente tenía que acomodarme el casco, me quedaba grande y me tapaba la
vista. Con cuidado abrí el cofre, volteaba con precaución por si alguna trampa
de los piratas me atacaba. Dentro había cientos de cassettes. Tomé uno en mis
manos, “Zenyattà Mondatta” de The Police. Le pregunté a mi padre qué música
tenían esos cassettes, pues, los únicos álbumes que conocía eran algunos
cassettes que regalaban en McDonals al comprar una cajita feliz, eran
soundtracks de Disney. Mi padre me dijo que era la música que él escuchaba. Se
levantó de la mecedora y se sentó a mi lado. Tomó varios de los cassettes en
sus manos, sonreía al verlos. Le dije que los contáramos todos y los
acomodáramos, me dijo que sí. Empezamos a separarlos por bandas, Genesis, Yes, The
Police, Bob Marley & The Wailers, The Cure, Pink Floyd, Def Leppard, etc. Le pregunté cómo había conseguido tantos
cassettes, nunca había visto tantos en mi vida. Me comentó que de joven, a los
dieciocho años, había conocido en San Cristóbal a unos amigos con los que
escuchaba rock por las tardes e iba a montar motocicleta. En sus viajes al D.F.
compraba paquetes de 20 ó 30 cassettes que le recomendaba el dueño de la tienda.
Le pedí que escucháramos uno. Mi padre me dijo que era hora de enseñarme la
música de verdad. Abrió un cassette (Works) con portada gris, abrió el
reproductor de música, instaló todas las bocinas, rebobino el álbum y le puso
play. “Set The Controls Of The Heart Of The Sun”. Escuchamos la canción en
silencio, me resultó extraña. Nunca había escuchado canciones así, dudaba si
eso era música, no entendía. Gaviotas, tambores, fondos musicales del espacio.
Las gaviotas me recordaron que estaba en una isla descubriendo un tesoro, le
dije a mi padre que se pusiera el casco y me ayudara a llevarme el cofre al
barco con toda la tripulación, nos pusimos de pie.
Al lado de los cassettes había unos
papeles bastante desordenados. Los tomé todos y empecé a leerlos. La mayoría
conformaban cartas que me habían escrito hace algunos años. Me senté en el
suelo decidido a leerlas. La más antigua se remonta a los años en que cursaba
la primaria. “Hola Andrés, ¿comemos a la hora del lunch juntos? Te quiere
Aranza”. Aranza iba un año arriba, en quinto. Era mi ‘novia’ de ese entonces,
hablábamos de karate, tae-kwon-do, Harry Potter, El Señor de los Anillos, The
Police, etc. La recordé con mucho cariño. Las siguientes cartas me las habían
escrito mis amigos el último año de prepa. Unos por iniciativa y otros debido a
un ejercicio que el colegio nos puso. Las leí de nuevo. Todas agradecían la
amistad que había forjado con ellos, las aventuras y, sobre todo, las pláticas.
No había reflexionado esas cartas, pensé en cómo los otros me vivían, me sentí
afortunado de haber conocido a todos ellos: Jorge Castro, ‘Goblin’, ‘Pingu’,
Marimar, Stefi y, por supuesto, Chapell. En especial re-leí las cartas de Stefi
y las de Chapell, las más largas. Con Estefanía había logrado tener un nivel de
comunicación bastante bello, nos escuchábamos, reíamos. Me agradaba abrazarla,
me sumergía entre sus brazos. La carta de Chapell contenía, en la última hoja,
un dibujo titulado “El Viaje”. El Viaje lo habíamos estado planeando desde la
preparatoria. Éste consistía en irnos, sin límite de tiempo y pre-ocupaciones
sobre el futuro a recorrer el país. Estábamos seguros que nuestra naturaleza
era viajar, aprender, disfrutar, mutar. Sonreí. La siguiente carta que me
encontré fue la de Sofía, una exnovia, ahora gran amiga. Inmediatamente recordé
las tardes que pasaba en su casa viendo películas, comiendo helado de
M&M’s, chocolates, bebiendo café, fumando y bebiendo a escondidas de su
madre. Veíamos muchas películas, desde lo más comercial hasta lo más extraño.
Su gato, Saboni, me caía bien, lo llegué a apreciar. A Sofía la vivía, en ese
entonces, como una gran compañía que me escuchaba y acogía con cariño
incondicional. Estar con ella era parecido a acostarse en un riachuelo y sentir
como el agua acaricia tu cuerpo sin parar. La siguiente carta me la había
entregado Jesús (Chuy) el 15 de junio del 2013, días antes de partir de
Saltillo juntos. Mientras re-leía aquellas líneas construía en mi imaginación
todos los momentos y espacios que él mencionaba, Chuy me conoció, tal vez, en
mi estado más honesto y lúcido. Jesús Pérez, compañero del alma, sé que siempre
está allí, a la espera de un abrazo, a la espera de compartir unas sabritas y
una coca, unas cervezas y unas alitas, un ron, una plática sobre lo increíble
que son las mujeres y de autores con nombres rimbombantes. Las cartas
siguientes las habían escrito mis padres, fantasmas del futuro. En sus cartas
se lee el amor incondicional desgarrado por el entendimiento de que algún día
ya no iba a estar con ellos, ya no me bañarían ni me prepararían de cenar, no
me ayudarían más a hacer la tarea, no me vestirían por las mañanas ni me
contarían cuentos por las noches; me arrojarían al mundo incierto del
crecimiento individual.
Acomodé las cartas y las metí en un
folder. Pasé a la tercera repisa de arriba hacia abajo. 132 discos compactos,
un par de revistas que conseguí en Morelos y Monterrey, un par de libros que
leía de pequeño “Humito” y “Roberto, el rinoceronte” y, por último, un pequeño
encuadernado de color azul que los migrantes me habían regalado el ultimo día
que estuve en la Casa del Migrante de Saltillo. Me detuve en los libros de mi
niñez. Recuerdo que al regresar del colegio, tal vez kínder o los primeros años
de primaria, comía con mi madre, al terminar me lavaba los dientes y me dirigía
a mi habitación. Mi cuarto, en la niñez, era el escenario de múltiples mundos donde
vivía mis más extremas aventuras. Me sentaba en una pequeña silla de madera que
mi abuelo Mario nos había regalado a casi todos sus nietos, tomaba el libro de
“Humito” y comenzaba a leerlo. Las ilustraciones de aquel dinosaurio verde me
encantaban. Más allá del texto del libro, inventaba mis propias historias a
partir de las imágenes. Mientras pasaba las hojas mis ojos se humedecieron.
Dejé el libro en su lugar y tomé el encuadernado azul. La portada es mi
retrato. Oliver, un voluntario de Saltillo, lo dibujó mientras conversaba con
un migrante. Abrí el documento, había fotografías y dedicatorias, “Andres que
te baya bien y que dios te bendiga nos bas aser falta aun que nos regañaste
muchas beses pero aprendimos mucho de ti siempre yeba en tu corazon atodos los
migrantes y nosotros tanbien te yebaremos en el pensamiento y en nuestros
corazones Te queremos mucho Andres de todos tus grandes amigos. Catalino
Garcia”. Mientras leía aquel documento recordé cuando, en la Casa del Migrante,
me dirigía a la cocina cerca de las 12:00 p.m. para supervisar como iba la
comida. Al entrar veía a Roberto Nateren vestido con una camisa amarilla, unos
jeans, botas cafés y un sombrero ranchero bailando solo canciones del Trono de
México. Le decía: “qué paso compañero, qué hay de nuevo”. “Aquí al cien chele”
respondía Roberto. Le preguntaba que habían preparado y si hacía falta algo.
Tomábamos un vaso de Coca-Cola helada mientras nos platicábamos alguna
anécdota. Honduras, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, todos esos territorios
son dimensiones de vivencias y recuerdos a los que me remitían aquellas pláticas,
paisajes deseados, sueños derramados en palabras.
Continué con la cuarta, la quinta y
la sexta repisa. Libros y enciclopedias que pocas veces abrí, comencé a
hojearlas. Dentro de un volumen había un álbum de fotografías antiguo. La
sombra de mi escritorio se proyectaba en la pared, las tres de la tarde. El
álbum contenía fotografías de un viaje que realicé a Guadalajara en el año 2000
con mis compañeros de Tae-Kwon-Do. Tenía apenas siete años. Recordé aquel
viaje. David, el maestro había conseguido la participación de nosotros en un
concurso nacional juvenil. Les dije a mis padres y, tras darme muchos consejos
acerca de mi seguridad allá, me dejaron ir. Estaba emocionado, era mi primer viaje solo,
con amigos a una ciudad desconocida. Salimos a las 6:00 a.m. del Sport City de
Plaza Loreto -donde acudía a clases-. Tras subir mi equipaje me senté al lado
de Gabriel, uno de mis amigos cercanos de esas clases. Empezamos a conversar
acerca de películas que habíamos visto y juguetes que teníamos. Gabriel me
preguntó si me gustaba alguna de las niñas que viajaban con nosotros, le
respondí que sí, Camila era su nombre. En las televisiones del camión pusieron
“Límite vertical”, una película bastante aburrida. Llegamos al hotel en
Guadalajara. La habitación la compartíamos con Cristopher y su hermano de 19
años. La pasamos muy bien. Ese día en la noche entrenamos en la azotea del
hotel. El día siguiente fue la competencia. Recuerdo que había muchos niños de
mi edad peleando, me sentí algo intimidado, era mi segundo torneo. Me asignaron
a mis rivales, eran una cinta más arriba que yo. A mi lado no estaba nadie
conocido, estaba ahí, solo a punto de pelear contra gente más grande que yo. Respiré
hondo, bebí un trago de agua y me puse la careta, era la primera pelea. El
réferi me puso de frente al otro contrincante, no pude ver su rostro, solo sus
ojos. Comenzamos la pelea, patadas al estómago, al rostro, iba ganando. Entre
los rounds me sentaba solo en la silla y veía fijamente al otro niño. “No
necesito de consejos, todo está en lo que yo he aprendido a ser” me decía a mí
mismo. El otro combate lo perdí, el niño me pateaba demasiado fuerte, solamente
resistía los golpes, no podía respirar. Recuerdo que, casi al final, el niño me
pateó la cara rajándome la piel de la nariz, yo sangraba, me enojé: “maldito”.
Me fui con todas mis fuerzas contra él y de una patada de frente lo tiré al
suelo. Al final gané segundo lugar. En ese viaje fue la primera vez que me
sentí grande, no necesitaba de alguien para enfrentarme a mis batallas, pensé.
Confiado y seguro de mí, en la última noche de aquel viaje me dirigí a Camila.
Ella estaba rodeada de sus amigas, un montón de niñas sentadas en una mesa. Al
llegar, interrumpí su plática y le dije a Camila “Hola, me gustas, ¿quieres
andar conmigo?”. Mientras me decía que no me acerqué a darle un beso en la
mejilla.
Dejé aquel álbum de fotos en su
lugar, no paraba de sonreír al recordar todas las aventuras de aquel viaje.
Tomé un folder que estaba entre dos volúmenes de una enciclopedia vieja. Al
sacarlo me llené la nariz de pelusa y estornudé varias veces. Al abrirlo me
encontré con muchas hojas con poemas, empecé a leerlos y me di cuenta que no
eran míos, recordé que pertenecían a los demás ganadores de la beca de
literatura a la que acudí en Monterrey en el 2013. Comencé a leerlos
detenidamente, me agradaba la mayoría. Pensé en aquel viaje, fue extraño y
conocí a gente interesante. Participé en el concurso gracias a Andrea, mi
prima. Mandé algunos poemas que había escrito de mayo a junio de ese año, no
eran buenos pero tampoco eran basura, era diarrea mental. Un día después de
terminar mi voluntariado en Saltillo, ya en Puebla, mientras me dirigía en
camión a mi hogar recibí una llamada dándome la noticia sobre el concurso,
había ganado un lugar. Me emocioné, el viaje sería en unos pocos días. Una vez
en Monterrey, recorría la ciudad la mayoría del tiempo solo y recordaba la
primera vez que había acudido a esa ciudad. Durante las tardes teníamos
talleres con diferentes escritores, ahí confrontábamos lo que habíamos escrito
ante los demás ‘escritores’. Me di cuenta de mi poca virtud para escribir como
ellos pensaban que la literatura exigía, yo solamente sentía la necesidad de
escribir sobre mi vida. Pensaba que escribiendo sobre mis aventuras o mi
cotidianidad podía tener una mayor conexión con mi forma de vivir la realidad
del presente. Pensaba que el producto de aquellas narraciones o poemas podían
ser aperturas de significado para quienes ‘me’ leyeran. Esa idea no ha cambiado
mucho al día de hoy.
4.
Una vez recogido
ese montón de archivos, bajé a la concina por una bolsa de basura para meter lo
que no había considerado importante guardar. Mis manos estaban acartonadas,
tenían polvo todavía. Mi cuerpo lo sentía exhausto, mi memoria no cesaba de
recordar momentos. Decidí tomar una ducha, allí podría tranquilizarme un poco.
El agua caliente me relaja al punto de ordenar ‘mentalmente’ mis pensamientos y
así dedicarle el tiempo necesario de reflexión a cada uno. Me sentí tranquilo,
no me sentía así desde la última vez que lloré por una pérdida. Bajé a comer
con mi hermana y mi madre. Hablamos sobre el pasado de mi madre y su hermana
Paty, me gusta escuchar a la gente hablar cuando no son estupideces. Al
terminar la comida le propuse a mi hermana que viéramos El Señor de los
Anillos, El Retorno del Rey. Ella dijo que sí pero que compráramos algún
postre. Fuimos al Oxxo, ella eligió un gansito, unos pingüinitos y galletas
oreo. Tomé una cerveza del refrigerador, dos equis ámbar. Al llegar al hogar
preparé café de Chiapas mientras mi hermana me preguntaba acerca de Gandalf.
Respondía lo que recordaba de mis lecturas. Subimos a la sala de televisión y
comenzamos a ver la película. Casi al final de la película me conmoví como
hacía tiempo no me pasaba. Sentí ganas de llorar. Ver aquella película con mi
hermana me recordó un momento que pasó hace diez años. Estaba en mi habitación
en el D.F, en Cádiz. Veía “La Comunidad del Anillo” acostado en mi cama, comía
lenguas de gato que me había regalado Aranza en la despedida que había
organizado un día anterior, pues, en esa semana me mudaba a Puebla. No entendía
por qué nos teníamos que mudar, comenzar una nueva vida en otro lado, abandonaba
a mis amigos, nunca volvería a ser igual, quería mi vida normal, sin
alteraciones, sin cambios. Comencé a llorar en silencio. Mi hermana, de un año
entró a mi cuarto y, con trabajo, se paró a lado de mi cama y me abrazó dándome
un beso en la frente. Me quedé viendo sus ojos rasgados, mi hermana de un año
me había dado el abrazo que necesitaba, aquella muestra de afecto y
acompañamiento, sin decirme ninguna palabra. La película había terminado, mi
hermana tiene ahora doce años. Me dijo que se iba a dormir, se fue a su cuarto.
Me quedé sentando en el sofá-cama pensando acerca de este día. Bajé por la
cerveza al refrigerador y la subí a mi escritorio. Sentía la necesidad de
escribir sobre la experiencia del recuerdo. Encendí un cigarro, abrí la laptop
y comencé a escribir.
La memoria, única fundadora del ser.
Las formas de recordar estructuran nuestra percepción del presente, el pasado
es nuestro referente, cómo recordamos es sinónimo de cómo pensamos. Los
archivos, lejos de representar acontecimientos pasados, son marcas que nos
permiten entrelazar deseos y traumas para re-inventar nuestros mundos y
significarlos con el fin de vivir en un constante movimiento de dimensiones
diferentes. Consultar un archivo es profanar una tumba, liberar a un espectro
invisible, tocar su ceniza y con ella formular conjeturas de las miles de vidas
que el muerto pudo haber tenido. Consultar un archivo es el sumergirse en el
provenir de uno, de su apropiación del otro. Hoy, al enfrentarme a mis
archivos, me di cuenta que las amistades, amores y sucesos que había vivido se
habían escapado, mi rencuentro con ellos fue diferente, comienzo a pensarme a
partir de mi concepción de los otros, ellos se borran como huellas en arena
mientras me doy cuenta que, sin ellos, mi presencia como hoy la he entendido,
es un espejismo.
JAGordilloL.