miércoles, 10 de diciembre de 2014

La mosca, la clase, Renata y el Corn Flakes.



Noviembre y diciembre 2014.

Las memorias del uno, las memorias del otro III.

“La mosca, la clase, Renata y el Corn Flakes”.


1.

Desperté con el sonido del despertador que emite el celular. Me levanté a las 6:00 a.m. Aún estaba oscuro, el sol no salía. Imaginé que el sol se resistía a darle vida al mundo. La iluminación suele desatar la locura. Mi única pelea a diario, por ahora, es no convertirme en un degenerado.

         No entiendo a la gente que se levanta con el sonido de un aparato, es ridículo. Un fracaso como ser viviente. ¿Quién en su ‘sano’ juicio disfruta despertar con el terrible sonido de un aparato de plástico a las 5:00 o 6:00 de la mañana, bañarse de cinco a diez minutos, tomar un mal café, ir al trabajo o a la universidad durante ocho horas –a veces más, a veces menos– y enriquecer a otras personas? (La inmensa mayoría, nosotros somos esos quienes.)
         Para una persona que use medianamente su razón, despertar debería ser levantarse a las 11:37 a.m. con una mujer desnuda o con una erección. Otra opción es el despertarse a las 5:00 a.m., salir a la calle o al campo, caminar, y seguir hacia el este, el nacimiento del sol. 

         Una vez despierto me senté en el borde de mi cama. El despertador continuaba sonando, no lo encontraba, no podía apagar ese sonido infernal. Recordé que hacía algunos días había leído acerca del exterminio que hubo en el Holocausto. La lectura narraba el momento en que los nazis conducían a las mujeres y los niños a las cámaras de gas. Una vez dentro se encendían las ‘regaderas’. Los lamentos y los gritos se mezclaban con cientos de gansos que soltaban los soldados para desplazar el eco de los gritos que alguna vez clamaron ser escuchados. Llevaba dos minutos despierto.

         Encontré el celular, no sabía donde pulsar el botón que apagara esos sonidos técnicos. Decidí quitarle la pila. Me levanté de mi cama dirigiéndome a la cocina. Tenía media hora de ‘sobra’. Pude haber desayunado quesadillas, un chocomilk y un café que compré en el Oxxo la noche anterior. Decidí preparar el café. Me dirigí a la cocina, agarré la bolsa de plástico, tomé dos medidas de aquella planta con una cuchara sucia que estaba sobre la cocineta y llené la cafetera. Vertí agua del grifo en el depósito de aquella máquina. Me quedé durante cinco minutos observando el procedimiento del polvo al líquido. Quité la taza –tiene grabados de las olimpiadas que hace diez años fueron en Grecia– de la cafetera. Me dirigí hacia el balcón que da a la calle. Abrí la puerta corrediza y observé el paisaje. Había autos estacionados sobre el pavimento corroído. Me dio asco. Decidí voltear hacia el este. El sol salía. (recordé mi estancia en Chipas en el 2012 donde, en un cerro, recibí el año nuevo rodeado de gente desconocida. Fue grandioso.) Los tonos del cielo se tornaron naranjas en lo profundo, claros en ¿lo cercano? Solté una sonrisa. La única batalla que vale la pena en la vida es poder sonreír. Levanté la taza, abrí mis labios y entró una mosca grande de color verde. Tiré el recipiente de porcelana sobre el balcón. Me ahogué cerca de un minuto, cerré los ojos, negro. Negro. La mosca estaba en mi garganta. Ingresé mi dedo índice a mi boca y vomité. En el liquido que estaba en el piso se encontraba la mosca aún moviéndose. Reí. La tomé por las alas –era muy grande–. La acerqué a mis ojos. Le dije que la primera vez que extrañe a alguien fue cuando, de niño, en el kínder, encontré un gusano clavado en una malla ciclónica. Retiré al gusano de la malla, lo puse en mis manos, le di un beso y de repente, su pequeño, frío y asqueroso cuerpo brincó hacia el suelo. Lancé la mosca al vacío del balcón, no voló. Se azotó contra la calle, esa gran plancha de concreto corroída.
         Me dirigí a mi habitación. Vi la hora que marcaba el celular, 6:30 a.m. Se me estaba haciendo tarde. Tomé mi toalla e ingresé al baño. Me quité la ropa y me quedé viendo mi reflejo ante el espejo roto que se encuentra sobre el lavabo. La forma del cuerpo humano es curiosa, pensé. Me sentí extraño, fuera de mi, como un extranjero habitando un cuerpo. Por unos momentos la motricidad, mi capacidad de pensar me resultó completamente ilógica. Fue aterrador. Giré la llave de la regadera hacia la izquierda. Bañarse con agua caliente podría ser cotidiano. Para mi es un lujo. En especial desde hace dos años, pues, en mi estancia en Saltillo tenía que hacerlo la mayoría de las veces con agua fría. No porque no hubiera gas y por consiguiente agua caliente; simplemente no sabía encender el boiler, me daba miedo.
         Terminé mi ducha después de quince minutos. Algunas mujeres me critican por tardarme ‘mucho tiempo’ bañándome. Me dicen que debería de ahorrar el agua y ser más consiente (¿de qué?, quién sabe). Les respondo que no me interesa restarle minutos a mi baño, que la ecología es una muy mala broma –y de mal gusto–.  Fui a mi recamara, abrí mi clóset y solamente encontré un montón de ropa sucia, una carta que recientemente me habían enviado y un par de zapatos. Tomé lo que tuve a la mano, me vestí, arreglé mi mochila, tomé 20 pesos de mi buró, le di un trago a un cartón de leche que sabía amargo y salí de mi hogar. Eran las 7:39 a.m.

2.

Tomé el ascensor del edificio donde vivo. Olía a marihuana y tenía restos de vómito en el piso. Reí. Seguramente alguien la había pasado bien la noche anterior. El elevador hizo una pausa en el segundo piso e ingresaron un par de mujeres hermosas. Nos saludamos, la puerta se cerró completamente. Imaginé que bajaba al infierno. Hasta ese momento del día, no parecía haber otra opción: despertarme, beber un mal café, vomitar, la mosca, el sonido del celular, el olor a azufre del elevador y, lo peor, acudir a clase de Persona y Humanismo a las 9 a.m., todo concordaba. Lo único bueno del infierno, pensé, es la compañía de estas dos mujeres con quienes me gustaría pecar toda una eternidad de penitencia. Sótano I. Salí de aquel contenedor infernal viendo de reojo el cuerpo de aquellas vecinas.
         Camine en dirección al metro Patriotismo. Aún no había muchos automóviles, detalle que aprecié al andar. Después de cinco minutos y tropezarme con una raíz de jacaranda, llegué fuera del metro. Sentí ganas de vomitar. El olor era una mezcla de atole, tamales, tacos al pastor, cilantro, agua sucia, cloro y cigarro. Ingresé al 7 eleven que está fuera del metro. Olía peor. Escogí un par de Sol Clamatos, un Gatorade sabor lima-limón y unos Delicados 15`s. Pagué con tarjeta de débito y continué mi camino.
         Me dio gusto que no hubiera mucha gente esperando los vagones en dirección a Tacubaya. No iría tan apretado. La gran larva naranja se detuvo e ingresé en ella. Dentro había un señor vestido de payaso que estaba maquillándose. Maquillarse mientras la larva se arrastra por aquellos túneles debe ser complicado, admiro a quienes lo hacen. Yo me picaría un ojo con los instrumentos del rímel. A mi lado había una mujer vestida de gris con una insignia de Liverpool que escribía en su celular. Logré ver emoticones con figura de corazón que le enviaba un tal José, ella sonrío. La gran larva frenó y nos vomitó hacia las pestilentes e infestadas calles de Tacubaya. Salí rápidamente de la estación del metro para tomar un camión que me dejaría fuera de la universidad. Saludé a “Don Pepe”, el encargado de la logística de los colectivos. Abordé el vehículo. Decidí sentarme al lado de la puerta trasera para, cuando me tocará salir de allí, fuera lo menos incomodo posible, el camión suele atascarse. Comenzó a llover. Yo iba sentado junto a la ventanilla y veía como, una por una, se empañaban debido al sudor y el aliento de todos los pasajeros que íbamos. Comencé a sudar, éramos demasiados. Decidí cerrar los ojos e intentar dormirme.
         Me levanté justo a tiempo, había llegado a mi destino. Ya no había tanta gente dentro. Tenía mi brazo pegado por el sudor al del pasajero de alado. Al levantarme del asiento logré sentir como se despegaban. Decidí pensar en otra cosa más agradable. Descendí de aquel contenedor de humedades e ingrese al futuro de la humanidad, a la promesa del saber, a la mejor decisión de la vida, al sitio donde se gesta el conocimiento, a las grandes instalaciones donde la creatividad fluye como mierda en el intestino grueso de cualquier mamífero, al sport city de los libros, al Disney clasemediero, a la garganta de la decadencia; entré a la universidad.

3.

Caminé hasta el área de fumar. Encendí un cigarro y abrí el primer clamato que había comprado. Observaba a las personas que me rodeaban. La mayoría de las mujeres parecían una copia de sí mismas: botas cafés u oscuras, leggins de color negro –sin duda, el mejor invento del siglo XX–, blusas con manga larga y un corte ajustado a la altura de los senos, un chaleco y cabello largo. Decidí poner atención en una plática de un par de ellas, sin embargo, no pude concentrarme en lo que decían debido a su tono de voz, pues, pareciera que en cada enunciación están preguntando algo. Todas llevaban su bolsa a la altura del ante brazo, su celular en mano izquierda y un café en la derecha. Las mujeres se confunden, sus decisiones y acciones se mueven hacia una dirección: representar una imagen que no está a su alcance, que no es real. La cultura de las aspiraciones no se limita al género femenino. Los hombres suelen tener un estilo homogéneo. Zapatos bien lustrados, jeans medianamente ajustados, cinturón, camisa de rayas o cuadros, un chaleco o suéter, y por cerebro, un testículo en estado de putrefacción. Costales de orina y mierda. La única belleza que pude percibir en ese momento fue el sabor del clamato en mi boca. Terminé mi cigarro y me dirigí hacia el aula.

4.

            Entré cinco minutos tarde al salón. La docente ya había pasado ‘lista’. Me senté en la hilera más alejada del pizarrón. Era un buen lugar, lograba ver a todos desde allí, especialmente a la docente. Gabriela, por lo que pude asumir, es una señora de unos cuarenta años, casada desde hace algunos 15 largos y tediosos años, madre de al menos dos hij@s. Es una mujer alta, tiene el cabello de color negro y largo –a media espalda–, usualmente iba vestida de color negro y pantalones acampanados de la pantorrilla y apretados del culo. Su rostro expresa soberbia y sus lentes la hacen ver sexy. Usa bolsas Michael Kors. Fantaseé varias veces con ella. Hubiera sido divertido coger con ella e incomodarla con miradas provocativas mientras nos daba clases. Gabriela comenzó a hablar sobre las ‘enfermedades mentales’, los ‘trastornos mentales’, etc. Para respaldar sus hipótesis nos comentó que había estudiado psicología, psiquiatría y seis años de psicoanálisis. Me limité a alzar las cejas, suspirar, abrir mi mochila, sacar mi libreta y el otro clamato. Me pregunté ¿cómo es posible estudiar psicoanálisis y afirmar ‘enfermedades mentales’? no me sorprendió. Gabriela hablaba y hablaba. La clase se convirtió en un monologo además de aburrido, impreciso en tanto argumentos de los saberes en los que decía estar especializada. Recordé los programas de Martha  Debayle. (Martha Debayle es una señora que tiene un programa de radio. Habla sobre Dios y gallinas; yoga y amantes; temas trascendentales para mujeres de clase media sin nada que hacer y en búsqueda de un tema para la platica del café con sus demás amigas.) La clase era una burla, era como un programa de la señora Martha y ¡nos cobraban por eso!  

            Pensé en arrojarme por una ventana que estaba allí. De pronto, cambié de idea y recodé las noticias gringas acerca de los alumnos de escuelas que llevan metralletas y asesinan a sus compañeros y docentes. No los culpo. El ambiente de la clase hedía. Éramos cerca de treinta ¿alumnos? calentando la banca, sudando por el ano, pensando en cualquier cosa absurda, jugando con el celular, pasando rápidamente las fotos de Instagram, dibujando círculos y rectángulos en los márgenes de las libretas, hablando por whatsapp, etc. Bonitos rostros sodomizados esperando pacientemente que la información se las den en biberón, sacar buenas calificaciones, ir de viaje en Navidad, salir de la universidad, casarse, maestría, trabajar, subir de puesto, jugar a la casita y tener hijos, meterlos a escuelas bilingües, llevarlos a clases extra, un auto nuevo, una casa nueva, y después de eso, meter a los hijos a la misma universidad donde desperdiciaste varios años de la vida en un estado de ignorancia. Estaba encerrado, como una rata grande, sucia, gris y sin esperanza dentro de una pequeña caja de cartón. Todo estaba perdido cuando entró Renata al salón.

5.

            Renata es una compañera que al parecer estudia comunicación, ‘ri’, o esas cosas. Es alta, tiene la piel morena, ojos verdes, una nariz pequeña pero respingada, cabello de color café –siempre se peina con media coleta–, unos labios pequeños y un cuerpo que haría a Cristo descender de nuevo a la Tierra solo para admirarla. Iba con su chamarra morada, suele usarla bastante. Se sentó dos sillas delante de mi, logré oler su perfume: Coco Madeimoselle. Ese olor pudo apaciguar, por unos momentos, todos los olores a muerte que habían rodeado mi día. Me quedé viendo fijamente su ademán más constante: poner las manos a la altura de su cuello y echarse el cabello que posa en sus hombros hacia su espalda. Esos pequeños gestos logran producir más emoción que ver a las mujeres semi desnudas. Observar a Renata contenía todo acontecer que hiciera que odiara al mundo, me permitía pensar en algo hermoso que nunca comprenderé.

            Volví mi atención a la clase, Gabriela hablaba, otra voz en el desierto:

-…Debido a la falta de autoestima y violencia intrafamiliar es que hay alcohólicos. Son los síntomas de todos esos trastornados. Evidentemente, si no se atienden esos casos, el daño social se expande en el núcleo familiar afectando a los niños, quienes, por cierto, aprenden a través de imitación –decía la docente–.

            Abrí el clamato con discreción. No se pueden ingerir bebidas alcohólicas dentro de la institución. Se puede estafar a los alumnos, secundar la estupidez e ignorancia de los docentes, fumar cigarros, pagar colegiaturas –claro, lo más importante–, hacer obras de caridad, mear el piso del baño, cagar en lavabos, beber Coca-cola, etc.
            Estaba a punto de opinar sobre la sarta de ingenuidades que la maestra decía cuando una compañera intervino:

-¿Oye miss? O sea, usted que ha estudiado mucho, con doctorados y así, ¿tomar así anticonceptivos y tomar alcohol te puede matar? O sea, es que, el otro día escuché una historia de una niña que le pasó eso. O sea, tipo que, la niña se puso borracha y luego se tomó las pastillas. O sea, ¿qué opinas miss?

            No pude soportar la carcajada y comencé a reír estridentemente. Carajo, no podía creer lo que estaba pasando y que fuera participe de ese momento. No podía parar de reír y sin querer escupí un poco de clamato. Mis compañeros me quedaron viendo con cara de asco y repudio. Me limpié la boca con las mangas de mi suéter. Me quedé viendo a la compañera que, por cierto, era bastante guapa y tenía unas piernas bastante tonificadas.

-¿Te sientes bien? –me preguntó la maestra–.

-No podría estar mejor, -le respondí con una gran sonrisa–.

-¿Qué estás tomando?

-Oh, es una bebida energética. Contiene algo de levadura y un animal molido. Tiene alto contenido en proteínas, lípidos y, si abusas de su consumo puede que pases por un proceso de desinhibición, rías mucho, digas algunas tonterías, te pongas caliente, tengas sexo y al otro día no puedas con tu vida debido al tremendo dolor de cabeza.

            Hablaba con tono serio.

-¿Es cerveza?

-Casi. Es Sol Clamato.

-¿Estás ebrio?

            La clase estaba en silencio y dependiendo de quien tuviera la palabra, la maestra o yo, nos volteaban a ver.

-Estuve ebrio ayer. Ahora solo bebo un trago.

-¿Has pensado en ir a terapia?, puede que tengas un grado de alcoholismo.

-He ido a terapia. Gestalt, conductismo, constelaciones, con chamanes, tomado Valium, Prozac, bebido mucho alcohol, psiquiatras, etc.

-Deberías de retomarlo… -me lo dijo en un tono esperanzador–.

-Aunque al día de hoy he descubierto una terapia que por su metodología, costo y solidez teórica sobrepasa a las que he mencionado. Aún no es muy conocida.

-¿En serio? Y, ¿cuál es?

-Muy simple. Al levantarse por la mañana, tras tomar una ducha y estar bien vestido, debes de sentarte en el comedor de tu mesa en completo silencio. Cierras los ojos durante dos minutos y, mientras desayunas, lees el contenido energético del Corn Flakes. –Respondí–.
            Mis compañeros rieron bastante. Incluso la docente sonrío un poco. Pero, al ser nuestra madre dentro de la universidad, tuvo que poner orden, reprimir la risa, la alegría, para retomar la profunda seriedad que llevaba el rumbo de la clase.

-Por favor, compórtate. Pareces un niño de prepa o secundaria. Respeta a tus compañeros. Su opinión es tan válida como la tuya, no seas soberbio –comentó la docente–.

            Decidí quedarme callado y esperar a que terminara la clase. Pensé en hablarle a Renata al final de aquellas dos horas infernales. Tal vez la invitaría por un trago. Me interesaba escucharla, simplemente, observarla. Desistí. Prefiero que eso no pase nunca. Seguramente iríamos por un vino, platicaríamos algunas horas, me enamoraría más y la besaría. Sin embargo, he decidido quedarme con el placer recordar su voz en el futuro.
           
            Pasaron largos y pesados minutos, veía el rostro de la docente gesticular, escupir algunas gotas de baba. Recordé Tacubaya, Patriotismo y sus calles, los campos de concentración, el zumbido de la gran mosca verde, mi ingreso al infierno, gansos, prototipos, espectaculares, claxon, Martha, Gabriela. ¡Basta! No podía más. La clase había comenzado a las 9:10 a.m. Eran las 9:40 a.m. Me resigne, tomé de un sorbo el resto del clamato. Busqué una pluma en mi mochila, encontré una con tinta roja. Observé de reojo a Renata, abrí mi libreta y comencé a escribir lo que había vivido ese día y; salió esto.



JAGordilloL.

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