16-09-2014.
Las memorias de uno, las memorias del otro I.
La
cultura se compone del diálogo y encuentro entre personas. No obstante, la
soledad –la estancia con uno mismo, con los otros de uno– permite la relación
entre el suceder desde nuestra apropiación de éste. La soledad permite vivir
nuestro acontecer (el del hombre, el de cada uno de nosotros) y el estar siendo
del mundo, no como unidades separadas, más bien, como un emplazamiento que
conforma nuestra vida. No hay exterior ni interior en la soledad, solamente hay
un enfrentamiento de fuerzas que, al impactarse, enriquecen nuestra limitada
concepción de lo majestuoso que es el tránsito por la existencia material.
El
acompañamiento entre hombres, es decir, el reconocimiento de un “semejante”
como diferencia, como mencioné al inicio del párrafo precedente, crea cultura. La
platica desborda, en cada persona, el placer por escuchar las vivencias de otro. Apenas un interlocutor enuncia, el
oyente reconstruye, siempre distinto, su percepción del otro (interlocutor).
Esta
sección del blog está siendo, sustentado en los párrafos anteriores, un espacio
en el que mis vivencias –lejos de ser representadas en la escritura– diarias, “cotidianas” y vulgares son
reflexionadas con la intención de vivirlas –ya no presencialmente, más bien,
desde otros lugares– diferentes.
El mes de las golondrinas.
Los encuentros familiares lejos de
ser la convivencia entre iguales, se me presentan como un suceder que me
produce extrañeza y asombro. Tal vez se deba a la distanciada relación que,
desde que tengo memoria, mis padres mantienen con sus familiares. Recuerdo que
desde mi niñez las reuniones familiares eran una vez al año, a veces dos. A mi
me agradaban. Iba a las casas de mis abuelos y jugaba con mis primos, mis tíos
me regalaban cosas, caminaba en las calles de San Cristóbal de las Casas
(Chiapas) y, de vez en cuando, les pedía a mis padres algún juguete que los
“indígenas” vendían.
Con el paso de los años, las
absurdas disputas familiares, la vida de cada integrante y el desinterés por
parte de algunos fueron mermando los encuentros. Aún así, en las reuniones de
“toda la familia”, siempre faltaba alguien. Por ejemplo, una prima que al
parecer varios sabemos de su existencia y a pocos les interesa.
En fin, como mencioné anteriormente,
San Cristóbal ha sido el punto de reunión de mi familia tanto como materna como
paterna. Allí vive un sesenta por ciento de mis familiares que conozco, quizá
más. Parte de ese porcentaje lo integra la familia de la hermana de mi madre, Guadalupe. Ese pequeño
núcleo se compone de Pepe (su esposo), Alejandro (el hijo mayor, mi primo) y
Fernando (el hijo menor). Ir a su casa siempre ha sido divertido. Mi tío, por
ejemplo, siempre tiene una historia interesante sobre sus vivencias mientras
trabajó viajando por todo el estado de Chiapas. Mi primo Fernando, un año menor
que yo, me lleva pasear por el centro de la ciudad, bebemos cerveza y casi
siempre que sucede nos metemos en algún
problema absurdo. A nosotros nos divierte. O al menos eso parece.
El sábado pasado vi a mis tíos y a
Fernando. Llegaron a la casa, comimos juntos. Yo estaba algo crudo, el día
anterior había visto a un par de amigos, nos emborrachamos. No quería convivir
con nadie, quería dormir.
Después
de comer mi tío y yo nos sentamos en la sala. Pasaron a penas dos minutos para
que acostara en el sofá. Mi tía nos llevó café y pan de San Cristóbal. (El pan
de San Cristóbal, en la sociedad coleta y en mi familia tiene un lugar especial
durante el día. Siempre es acompañado de café después de desayunar, después de
comer y antes de dormir.) Recuerdo que le pregunté a mi tío el número de
municipios que hay en Chiapas. Le hice esa pregunta no porque me importara
exactamente el número, simplemente, para iniciar una platica. Pepe comenzó a
nombrarlos y hacer sus cuentas. Me contó sobre dos o tres municipios nuevos. Al
parecer, son ciento treinta y algo. Al terminar su enumeración le pregunté
sobre cuáles eran los municipios más bellos a su juicio. San Cristóbal, Chiapa
de Corzo, Ocosingo, etc, respondió. Tras un sorbo a su café y el silencio que
se formó entre nosotros, de la nada, mi tío me preguntó, emocionado, sí sabía
el suceso de las golondrinas en Ocosingo. Le respondí que no.
-Te voy a contar,
dijo mi tío.
-A ver, contesté.
Me acomodé en el
sofá de tal forma que estuviera a gusto pero que no me diera sueño. Tenía, a mi
lado izquierdo, un ventanal a través del cual podía ver una jacaranda que
sembramos con mi madre y mi hermana hace algunos años. Es, hoy, bastante
grande. Cada que llego a casa me gusta contemplarla.
-Hace muchos
años, antes de que naciera Alejandro (mi primo, su hijo mayor), por ahí del año
1986 u 1987, no recuerdo bien, hubo un evento especial en Ocosingo que duró
solamente un mes, no sé cuál. Era enero o febrero. De hecho, salió en todas las
noticias locales e inclusive varios extranjeros acudieron a estudiar el
fenómeno.
-¿Qué fenómeno?,
pregunté.
-Dame chance,
dijo.
Reímos, bebimos
café y tomamos un pan.
-Me enteré. No
recuerdo quién me dijo, pero sabía de lo que sucedía en Ocosingo. Recuerdo que
escuché el chisme varias veces. El acontecimiento era la reunión de miles y
miles de golondrinas en un rancho de camino a Toniná (ruinas que se encuentran
a 30 minutos en coche de la cabecera municipal). Era una parcela, era un
terreno muy pequeño donde sucedía. Era, ahora que recuerdo, cerca de una
hectárea, tal vez menos. Allí, por alguna extraña razón se juntaron, durante un
mes, las golondrinas. Era un espectáculo.
De hecho, hasta
los camiones de turismo se estacionaban cerca del rancho para que los turistas
pudieran ver a las golondrinas.
-¿Pudiste verlo?,
pregunté.
-Claro. Al poco
tiempo de enterarme, le dije a tu tía que fuéramos. Ella estaba embarazada.
Tenía 6, 7 u 8 meses de embarazo. Nos fuimos en la góndola de una camioneta, lo
recuerdo. Ella se sentó arriba de mi para amortiguar el golpeteo.
Al llegar al
rancho vimos a mucha gente que estaba preparada para ver a las golondrinas.
Inclusive, había familias que hacían campamentos y convivios antes de que las
golondrinas llegaran.
Recuerdo que las
aves llegaban siempre a la misma hora. A las 5 de la tarde creo. El sol
comenzaba a esconderse. ¿Te imaginas?
Tenía cara de
asombro, quería seguir escuchando. En ese momento, la cruda se había ido. Mi
sueño también.
-¿Solamente
pasaba en la tarde? Lo cuestioné.
-Sí. Y a la misma
hora. Pero espera, te voy a seguir contando.
-Dame dos
segundos, voy al baño, le dije.
Al regresar, tomé
otro pan, me senté, bebí un sorbo de café y le dije que estaba listo.
-Buen pues, dijo mi
tío. A las cinco de la tarde con tu tía nos acercamos a una pequeña barda de
madera que rodeaba el área donde las golondrinas volaban. Era una parcela de
zacate. De pronto, detrás de las montañas que rodean el valle de Ocosingo, con
el sol escondiéndose, se podía ver la llegada de pequeños grupos de
golondrinas. Tardaban 5 minutos antes de llegar a la parcela. Una vez arriba,
en el aire, volaban en círculos sobre el zacate. Volaban a unos 300 metros. Al
principio se podían distinguir las aves e incluso se podían contar. Poco a
poco, más golondrinas se añadían al vuelo circular. De un momento a otro eran
miles de golondrinas volando. Se veía una gran mancha negra, similar a una nube
cargada de lluvia. Había ruido, pero no lo emitían las golondrinas. El ruido
provenía del aire que rompían aquellos cuerpos negros. Era tal la cantidad de
aves volando que el circulo que formaron en un principio ahora se transformaba
en un cilindro. Era un espectáculo. Un sonido fuerte se escuchó en aquel
silencio rasposo. El cilindro tomó forma de cono. Pienso que el sonido lo
emitió alguna golondrina para dar la señal. El líder, los líderes, no sé. El
movimiento de las golondrinas era majestuoso. Todas en orden, volando hacia la
misma dirección formando geometrías en el cielo, en el vacío. La armonía del
vuelvo se interrumpió. Como una bala de plomo arrojada del cielo, un ave se dejo caer verticalmente, en caída libre, en medio del cono a toda velocidad hacia el
embudo que esta geometría formaba. Tres golondrinas le siguieron. Después, una
tras otra, sin parar, repetían el acto. Parecía una cascada. Una vez abajo,
después de descender a toda velocidad, las golondrinas permanecían en las
plantaciones de zacate, en silencio. Tras media hora, o más, el cono iba
reduciéndose lentamente. Sin embargo, no había fin. No había, igual que en el
inicio, una primera golondrina. Todo se esfumaba, de repente, como si nada
hubiese pasado.
-¿Por qué
solamente duró un mes, qué pasó? Pregunté.
Estaba
consternado. Mi asombro me desbordaba. Sentí ganas de llorar. El acontecimiento,
lejos de terminar, a partir de ese momento, re-nacía en mi imaginación.
-Pues, ahí viene
lo extraño, dijo mi tío. Este evento duró un mes. Todos los días sucedía. Como
te había dicho, la gente no sabía por qué. Científicos llegaron a hacer estudios
y dijeron que no había explicación. La única razón es que allí se había formado
un ecosistema ideal, ni siquiera ellos lo pudieron afirmar. La gente decía
muchas cosas. Unos, por ejemplo, que era un lugar bendito. Otros dijeron que
allí era un lugar milenario y eran los dioses mayas los que mandaron a las aves
para dar alguna señal. Todas las versiones se dijeron.
-¿Tú qué crees
que haya sido? ¿qué pasó con el rancho? Insistí.
-No sé. No podría
decir nada. Solamente pasó y era hermoso. Acerca del rancho…
Se produjo un
silencio. Mi tío acabó su café. El aire movía las ramas de la jacaranda.
Empezaba a hacer frío y el cielo se nublaba.
-Lo quemaron,
dijo.
-¡No me jodas! Exclamé.
-Dicen, no sé, ya
no me enteré bien del asunto, que un sujeto incendió la parcela. A partir de
allí ninguna golondrina se volvió ver por allí, volando, incomprensible.
La
platica había terminado. Mi tía, que platicaba con mi madre en el comedor,
volteó y dijo que había sido un gran momento. Mi madre, que acudió por su
parte, lo recordó y mencionó que fue hermoso. Los tres, madre, tío y tía, me
dijeron que mi abuelo –el padre de mi madre– tenía fotografías de aquel evento.
Mi primo, que se ingresaba a la sala dijo que había visto las fotos, que se
veía increíble. Pensé en lo maravilloso del acontecimiento. Para mi también
había sido hermoso. Para mí está siendo hermoso.
Diez minutos después, decidimos ir a
la feria de San Pedro Cholula (Puebla). Me puse ropa, estaba en pijama.
Llegamos a la plaza de armas, estacionamos el automóvil y caminamos entre los
puestos. Recordé mi infancia, mis recorridos en el atrio de Santo Domino (San
Cristóbal) y el tianguis que hay allí. Tras andar por ahí un buen rato, entre
artesanías, comida, olor a carbón y música local, decidí irme. Iba a una
fiesta. Se celebraba la visita de un amigo que recientemente se había
trasladado a Monterrey. La fiesta era en Atlixco, un municipio que compone la
zona metropolitana de Puebla. Me despedí de mis tíos, mi madre, mi hermana y mi
primo. Caminé solo por las calles de Cholula. Pensaba en las golondrinas, en
las ferias.
Elvia, la mamá de Manuel, mi amigo con quien
iba ir a la fiesta, me encontró y me dio aventón a su casa. Llegando a su
hogar, saludé a Manuel y su hermano, Jesús. Platicamos 5 minutos antes de
emprender el viaje a Atlixco, que, por cierto, dura aproximadamente 40 minutos
en la utopista. Una vez encaminados, a mitad de camino, decidí contarle la
anécdota que mi tío me había platicado. Comencé la narración. Manuel, al igual
que yo, estuvo en silencio, asombrado. Al terminar la historia se produjo un
silencio. Era de noche y llovía. La autopista tenía como paisaje algunas
montañas y nubes muy negras. Encendí un cigarro y, por un momento, imaginé que
las nubes eran las golondrinas y la lluvia el silencio rasposo que producía su
vuelo.
El mes de las golondrinas. ¿Enero,
febrero? No sé, no importa. Hoy, ahora, afectado por la historia, por la
vivencia del acontecimiento narrada por mis familiares, cada vez que veo al
cielo, en silencio, recuerdo a las golondrinas y el plantío quemado. Es curioso
como la ceniza de aquel campo que alguna vez fue escenario de tan bello
acontecer se haya reducido en cenizas y sea, a su vez, esas cenizas las que
permitan el recuerdo de las golondrinas, de lo majestuoso.
JAGordilloL.
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