Diciembre 2014.
Las memorias del uno, las memorias del
otro IV.
La pelea entre una rata y una cucaracha
enloquecida.
1.
Desde hace mucho
tiempo, tal vez tres años, he puesto mi atención en Marien. Es una mujer de
estatura baja, un metro cincuenta o sesenta. Tiene la piel morena, teñida por
el sol, ojos cafés, cabello largo y una nariz demasiado respingada. Marien iba
en el colegio donde cursé desde sexto de primaria hasta sexto de prepa. Sin
embargo, nunca me interesó hablarle, pues, supuse que no habría tema de
conversación. Recuerdo que por lo general estaba rodeada de compañeros y de sus
amigas. Ahora que lo pienso, nunca la he visto sola. En fin. Crucé palabras con
ella el último año de preparatoria en un viaje en el que coincidimos. El
destino fue León-Guanajuato. Una vez allí, como era su costumbre, estaba
rodeada de gente. Yo la veía a lo lejos con un amigo, Jorge Castro. Ambos
reíamos y nos reprochábamos no ser igual de imbéciles que los demás para lograr
tener una plática con ella. No obstante, ignoramos en ese momento que no sería
hasta un par de días después, en Guanajuato-Guanajuato, donde tendríamos una
larga e interesante platica con Marien, Leticia y una botella de vino.
A esa plática le siguieron varias
similares. Hablábamos acerca de viajes alrededor del mundo, sueños incumplidos,
arte, escritura, libros, asuntos familiares, amores imposibles, etc. El hecho
de escucharla me causaba angustia. En vez de entenderla, con cada platica se me
presentaba distinta, extraña, extranjera, diferente. Tal vez sea esa la razón
por la cual estoy escribiendo sobre ella ahora mismo. Esta atracción,
lamentablemente, continuó.
Hace tiempo que invité a Marien al
D.F. a pasar un fin de semana conmigo. Ir a caminar por la ciudad, comer
juntos, ir a beber a algunos bares, ir a museos que seguramente le hubieran
gustado, etc. era lo que yo buscaba con
su compañía. Una vez invitada, Marien, increíblemente, había dicho que iría. Me
sorprendió, nunca pensé que se animaría. Y así fue. Tres días antes de la fecha
acordada –una noche previa al ultimo día de clases del semestre– me mandó al
carajo. No la culpo, seguramente tenía cosas más importantes que hacer como ir
a platicar con sus amigas, salir con algún hombre güero de ojos azules, o en el
mejor de los casos, dedicar el fin de semana a pintar sobre su caballete
escuchando rock & roll.
Apenas mencionó que no vendría a
visitarme, María –una amiga con la que desde hace tiempo he pasado momentos
memorables y degenerados– comenzó a hablarme vía Facebook. Comencé a reír y a platicar con ella. Quería que fuéramos
por un trago al día siguiente y a conversar sobre lo que nos había pasado a lo
largo de un año, tiempo en el que no habíamos cruzado palabras. Confirmé su
invitación. Así que, pongan atención lectores, pues, a falta de una historia
medianamente interesante como lo hubiera sido la narración de la visita de
Marien, les contaré lo que me sucedió al día siguiente de su rechazo. Lo que a
continuación leerán no tendrá más sorpresa que peleas, ríos de alcohol, sexo,
departamentos destruidos y rechazos. Así es que les recomiendo dos cosas: a)
dejar de leer esto y esperar la siguiente entrada que tratara sobre el acto de
opinar, caso Ayotzinapa; o, b) ir por un trago, leer esto y al terminar ir
inmediatamente en búsqueda de su Marien para no cometer lo que al final de este
texto realicé en un acto irracional y desesperado.
2.
Ir a la
universidad desde mi casa significa; $22, tomar dos veces el metro, subirme a
dos camiones que por lo regular están hasta la madre y esperar de hora, a hora
y media para llegar al destino. Por consiguiente, anticipo mis idas ahí; hay
veces que no vale la pena. Sabía de antemano que en calificaciones no me había
ido “bien”. Es decir, no había acumulado los puntos requeridos por la
universidad para tener el conocimiento necesario para ser un líder emprendedor
humanista y cambiar al mundo. Aún así, tenía que ir el último día de clases a
las 11:00 a.m. para saber la mediocre nota que el profesor me iba a poner. Así
que me levanté a las 8:00 a.m. con algo de resaca, recordé lo de Marien,
realicé mi rutina matutina y me encaminé la universidad a escuchar lo que ya
sabía.
Llegué temprano, a las 10:15 a.m.
Decidí colarme al departamento de Comunicación. Es fácil escabullirse ahí y
tomar el café gratis que es para los docentes. De hecho, la secretaria del
departamento, Laura, piensa que soy docente de asignatura. Me cae bien, es
demasiado amable y casi diario lleva una falda lo demasiado corta para que, si
se es atento con la mirada, se pueda localizar su entrepierna. Después de tomar
mi café, fui a fumar un cigarro. Ahí me encontré a un amigo con el que suelo
platicar de novelas como El Señor de los Anillos, de mujeres, y de nuestra
carrera. Me esperó pacientemente y acudimos a recibir las notas. Una vez dentro
del salón, vi a María hablando con Juana, una de sus amigas, al fondo del
salón. Decidí no ir a saludar y salir al jardín a fumar otro cigarro.
Regresando al salón, vi a un grupo de compañeros rodeando al docente. Imaginé a
una perra callejera en celo y a un montón de perros mal alimentados alrededor
de ella queriendo penetrarla para luego ir a buscar basura para comer. Me
dieron risa y decidí esperar al final. Así podría burlarme de sus caras cuando
éstas sonrieran o se angustiaran. Casi al principio pasó María a mi lado,
acariciando mi espalda baja preguntándome a qué hora nos íbamos a ver. Le dije
que me hablara a la 1:00 p.m. Pasaron los otros treinta y tantos compañeros
hasta que fue mi turno. Me senté en la silla frente al docente. Inmediatamente sacó mis exámenes, me
los entregó y posó su mirada en la pequeña pantalla de su laptop buscando mi
nombre en las casillas de una hoja Excel. Le quedé viendo fijamente el rostro
pensando en los momentos en los que él me había hecho sonreír o hecho
reflexionar acerca de las atenciones que tiene un hombre con otro. A eso acudía
a las clases, no a aprender números ni complejidades absurdas; el
acompañamiento de entes que transitamos el universo. Prefiero quedarme con esa
vivencia. No le comenté nada de lo que pensaba y sentía en ese momento, aún no
sé por que no lo hice. Me dijo que había sacado 8. Le di las gracias, un apretón
de manos manteniendo su mirada y salí del aula con una lágrima a punto salir de
mi ojo. Fui a encender otro cigarro alejado de la gente. Pensé en qué hubiera
pasado si hubiera enunciado el momento de congoja con el docente y si hubiera
soltado esa lágrima. Ahora son quistes en el alma, protuberancias llenas de
silencio y miedo. Eran las 12:15 p.m.
3.
Tenía sed. Eran
demasiadas emociones en ese momento. Las ignoré dirigiéndome a la máquina
dispensadora de Coca-Cola a pedir una. $9. En mi infancia costaban $5. Aquel
refrigerador gigante vomitó la lata, me agaché reverenciándolo por quitarme
dinero y darme líquido negro, tomé el producto, fijé mi vista en una bola de
papel higiénico que estaba en el suelo y logré levantarme. Pensé en mi promedio
del semestre. Me faltaban unas décimas para cubrir el requisito. No podía hacer
absolutamente nada por cambiarlo, pero eso aún no lo sabía. Así que acudí con
dos docentes a pedirles, que por favor, me subieran un punto en la nota final.
Apenados me dijeron que el día anterior habían entregado las calificaciones “al
sistema”. ¿Quién será el señor sistema? Les agradecí a ambos y salí más
relajado. Al menos tenía seguridad de dos cosas en la vida. La primera: Marien
no estaría conmigo el fin de semana y, la segunda: no había sacado el promedio
requerido. Me dirigía rápidamente a la salida cuando María volvió a llamar al
celular, eran las 3:02 p.m.
4.
-¿Hola?
–contesté–.
-Perdón, se me
fue el tiempo platicando con mis amigas. ¿Aún estás en la universidad o por
aquí? –preguntó María–.
-Iba a irme en
este instante. No te apures, a mi también se me había olvidado.
-Ha-ha. Hay que
vernos, te veo fuera del departamento de filosofía.
-Está bien.
Mientras iba caminando la pude ver
de lejos. Estaba con Beatriz, una de sus amigas. Al llegar saludé a ambas.
Platicamos cinco minutos y Beatriz se fue. María me preguntó a dónde quería
ir.
-¿Aún vives en el
edificio que conozco?
-Sí.
-Podemos ir allí
y comprar un par de vinos. Es más barato.
-Va.
-Vamos por el
vino a una tienda aquí cerca. Son buenos. Te van a gustar.
-Está bien. ¿Muy
conocedor de vinos ahora, o qué?
-Solamente sé lo
que me gusta –respondí–.
Salimos de la universidad y acudimos
a la Castellana. Una tienda de vinos, licores y tapas españolas. Ahí acostumbro
ir a comer con mis amigos después de clases. Tomé dos Malbec. $150. Salimos de
la tienda, le hice la parada al camión.
-No, vamos en
mi camioneta –dijo María–.
-Pensé que habías
renunciado a ella. Al menos eso me dijiste hace un año.
-Muchas cosas
pasan en un año.
-Como por
ejemplo, la Navidad y el Año Nuevo –le dije restando importancia a su
comentario–.
A
punto de ingresar a la universidad recordé que está prohibido meter bebidas
embriagantes allí al menos que haya un ‘evento especial’ como por ejemplo: la
graduación de una generación, la presentación de un libro que seguramente
ganará el próximo novel, etc. Así que escondimos las botellas en la bolsa de María. Reímos bastante. El guardia nos vio, sonrió y movió la cabeza hacia
los lados. Nos burlamos del simulacro que se monta en diferentes lugares para
hacer creer que hay seguridad. Fuimos al estacionamiento. Bajamos dos niveles y
ahí estaba su Jeep negra. Nos subimos y en el asiento de copiloto vi una
revista “social” ahí expuesta. La tomé, la comencé a leer y María me dijo:
-Ahí trabajo. Me
llevo con los dueños.
-Qué asco. ¿Te
pagan? –pregunté–.
-Claro.
-¿Mucho?
-Lo suficiente.
-¿Qué haces
exactamente? ¿poner los nombres de la gente en orden, o, escribir los títulos?
-Tonto. Edito la
revista.
-Oh.
Salimos del estacionamiento,
estuvimos a punto de chocar con un pesero. Olvidé lo mal que manejaba María y
el pavor que me daba subirme a su camioneta. Reí y maldije un par de veces.
Después de diez minutos llegamos al edificio, aunque tardamos media hora en
entrar a su departamento debido a una falla en la chapa de la puerta. Allí me
di cuenta que había cambiado de departamento. Ahora vive en el piso 6, no en
el 7. Se abrió la puerta e imaginé la entrada al infierno. Vi su piso de color
rojo debido a un tapete que tiene desde hace tiempo.
5.
Pregunté dónde
estaba el destapa corchos y un par de vasos para servir una de las botellas de
vino. Se disculpó por no tener copas. Disculpa que me pareció innecesaria.
Siempre tomó vino en vasos o tazas en mi casa.
Me dirigió a su cocina y me señaló unas puertas. Dentro habían botellas
de vodka, ron, algunos vasos y el destapa corchos. Tomé lo necesario, me dirigí
a la mesa de cristal que tiene en el área del comedor, abrí el vino y nos
serví. Antes de tomar asiento fui por un plato para arrojar ahí la ceniza de
mis cigarros. Una vez sentado, brindamos por la ocasión y bebimos hasta el
fondo. Sequé mis labios debido al derramé del vino en mi boca y volví a
servirnos. Me preguntó si quería poner música. Respondí que sí. Me gusta poner
la música que a mí me gusta en reuniones, al menos que la compañía sea un
amplio conocedor y tenga buen gusto. Puse Portishead, un álbum en vivo que
grabaron en Nueva York. Tomé asiento de nuevo, encendí un cigarro y comenzamos
a charlar sobre nosotros. Comencé la plática con lo que había sido de mí y, al
terminar, ella expuso su parte. El álbum había terminado. Decidí poner
Deftones. Abrimos la otra botella de vino y continuamos bebiendo. Me comentó
que sus ideas sobre la sencillez, conocer el mundo, viajar, escribir, leer y
demás se habían ido al carajo. De hecho, ella ahora concentraba su vida en
convivir con la ‘alta sociedad’ de Monterrey, beber, ir a Los Cabos los fines de
semana e ir a antros todo el tiempo. Seguimos bebiendo. Las dos botellas de
vino se habían terminado, fui por el vodka, hielos y nos serví a ambos.
Continuaba escuchando. El hecho que ella me contara lo que había vivido y el
gran vacío que sentía al continuar con ese estilo de vida me hizo sentir como
un padre escuchando la confesión de una mujer. Agradecimos ambos la escucha y
cambiamos de tema, cosas que no requerían tanta atención. Ella continuó
bebiendo rápidamente. Terminamos la botella de vodka y comenzamos a servir ron.
No había nada que nos parara. Era una plática que fluía mientras metiéramos
alcohol a nuestro cuerpo.
6.
Comenzó a hablar
sobre su más reciente enamoramiento con algún hijo de puta de Oaxaca. Empezó
a balbucear y ahí supe que ese encuentro se iría directo al carajo. Me levanté
y me dirigí hacia el gran ventanal que da hacia los cerros del valle de México. Observé
con detenimiento el ocaso. El sol huía del mundo detrás de grandes edificios,
un tráfico que abarcaba kilómetros, ríos de gente vestidos con traje por las
calles, un exceso de ruido absurdo y miles de luces encendiéndose queriendo
simular la luminosidad del sol. Me concentré en las sombras que producía el
choque de los rayos con cualquier objeto. Mientras era parte de ese acontecer, María, ya alcoholizada, arrojó mi Ipod al suelo y puso sus canciones
favoritas. Inmediatamente le subió al volumen, comenzó a bailarlas y a
cantarlas con mucha fuerza mientras el sol nos arrojaba, de nuevo, a la
oscuridad.
Me serví ron con hielo, fui por un
cigarro y me senté en su sala a verla bailar. Había adelgazado bastante, se
veía bien, aunque con menos volumen en sus senos. Tenía una chamarra de cuero,
una ombliguera de color rojo y unos jeans muy apretados. Se me quedó viendo a
los ojos y comenzó a acercarse lentamente hacia mi. Se sentó en mis piernas,
aventó el vaso de cristal al suelo igual que mi cigarro y comenzó a besarme el
cuello. Ella olía a coco, es su olor favorito desde niña. Llegó a mis labios y
me mordió hasta sacarme sangre.
-¡Carajo, estás
loca! –le grité mientras me quitaba la playera–.
-¡Cállate y
cógeme! –me gritó–.
No sabía sí era en serio o estaba
bromeando. Así que continuamos besándonos. Ella se frotaba fuertemente contra
mi pelvis. De pronto, cuando estuve a punto de quitarle la playera, ella se
levantó y corrió a servirse más ron. De regreso se cortó el pie con un vidrio
roto que estaba en el suelo debido al vaso que ella había lanzado. Comenzó a
reírse y se cayó al suelo. En ese momento supe que no estaba bromeando. Me paré
a levantarla y me pidió que la dejara en el suelo. Cambió de canción, puso Rape
Me de Nirvana. Me agradó el cambio de música. La levanté, se desnudó por
completo y nos sentamos a seguir bebiendo en silencio. Ella agitaba su larga
cabellera negra de un lado a otro cantando. Yo solamente la miraba en silencio.
Sin previo aviso tomó la botella de ron y la bebió de un sorbo. Se levantó y
comenzó a bailar más.
-¡Ve por más
vino! –me gritó riendo–.
-¿Dónde está?
-¡En el
refrigerador!
Me levanté para ir a la cocina, abrí
el refri. Solamente había una botella de whisky y otra de Coca. Las llevé a la
mesa, nos serví a los dos. En ese momento ya estaba ebrio. El mundo me pesaba,
me sentía como una rata gorda escavando el inframundo de la Ciudad de México.
Tomé consciencia cuando María me comenzó a quitar los boxers. Ella succionaba
y succionaba. Me rendí ante ello. Levanté su cabeza, la tomé del brazo y caminé
hacia la sala. Nos tiramos allí, seguimos besándonos. Apunto de la penetración
ella se levantó a servirse más whisky. Está bien. Jugaré su juego, me dije. Me
levanté y me serví otro trago. Ella había derramado Coca en el piso mientras
bailaba. Puse atención para no pisarla, fue inútil. Brindamos hasta el fondo.
Nos servimos otro trago. Regresé al sillón. Ella seguía bailando. Su piel
empezó a caerse en pedazos, como una coraza de cucaracha. Éramos una rata y una
cucaracha ebrios peleando por poseernos.
No soporté más. Fui por un trago, lo
bebí de fondo y la tomé en mis brazos. Era resbalosa. No tenía piel. Se movía
como queriendo escapar, pero me besaba al mismo tiempo. No sabía qué hacer. La
pude haber dejado, pero continué besándola. Nos dirigimos a su nido hecho de
hueva de otras cucarachas. Se tumbó boca arriba abriéndome las piernas. Comencé
a besar su pubis, sus ingles. Ella me tomó de la cabeza, me alzó a la altura de
su rostro, tomó mi verga y se la insertó con violencia. Comencé a penetrarla
fuertemente. Solamente se escuchaban sus chillidos. Con sus seis patas me
prensó la espalda haciéndome heridas. La sangre chorreaba en su cama. Era una
batalla salvaje. Yo continuaba penetrando. Ella enloqueció, gritaba, me
empujaba y al mismo tiempo hacía más presión en su vagina. Ambos perdimos la
razón. Nos caímos de la cama. Cambiamos de posición. No podíamos separarnos.
Ella quería tener algo dentro, yo quería estar dentro de ella. Nos azotábamos
contra muros, contra el piso. Entramos a su baño, cogimos en el lavadero hasta
romper el mueble, el piso se inundaba. Ella me arrojó hacia atrás con una
patada. Se metió a la regadera y abrió el grifo. El agua era helada, no
importaba. Las cucarachas sobreviven ante cualquier atrocidad. Inclusive a una
rata. Me metí tras de ella, rompimos la cortina del baño, nos caímos y ella
salió corriendo por un trago. La seguí rápidamente. Nos acabamos la botella de
whisky. Nos arrojamos sobre la alfombra roja, me prensó con más fuerza que
nunca, no podía dejar de penetrar. Ella me arrojó de una patada y me empezó a
comer la verga. No paraba. La tomé del cabello y ella empezó a masturbarme
fuertemente. Yo gritaba y ella gemía como una gata en celo. No pude contener
más. Me vine mientras ella rociaba el semen alrededor de toda su cara. Al
terminar succionó por última vez mi verga con delicadeza. Ella había triunfado.
La cucaracha pudo contra la asquerosa rata que suele alimentarse de insectos.
Me separé de su boca, fui por un
cigarro y me acosté en el piso. Estaba exhausto, con la espalda y los pies
sangrados, con restos de semen en mi pierna y una locura que poco a poco se
desvanecía. Ella entró a su cuarto azotando la puerta con fuerza. Cambié la
música. Puse Lulú, de Lou Reed y Metallica. Busqué más alcohol y encontré
escondida una botella de ron. Me serví un trago y lo bebí de fondo. Toqué la
puerta, ella me abrió y se acostó diciendo que la abrazará. Le dije que eso no
iba a suceder. De hecho, le dije que ya me iba. Ella enloqueció al escucharme.
Me aventó sus tacones, un portarretrato en la cabeza y demás pendejadas que
tenía en su buró. Me vestí rápidamente, tomé la botella de ron, lo que quedaba
de mis cigarros y salí de su departamento.
7.
Escuché sus gritos
aún fuera de su departamento. Una vecina salió a ver lo que pasaba. Me vio a
los ojos, gritó, tiró lo que tenía en sus manos y se metió a su departamento.
Tenía que escapar de ese maldito lugar. Corría como una rata. Escapaba de mis
depredadores. Tomé el elevador. Iba a poner planta baja, sin embargo, decidí
picar el botón del piso 7. Ahí vivía una compañera de la universidad. Pensé
que me podía hospedar y tal vez, coger. Toqué a su puerta. Me abrió un güey de
unos treinta y tres años sin playera, con muchos músculos. Me sentí un idiota. Me di la
vuelta y escuché que dijo: ‘¡qué asco, qué le pasa!’ Tomé el ascensor a planta
baja. Salí rápidamente y vomité en la entrada. Corrí hacia un camión, pagué $6,
estaba lleno de gente, yo hedía a alcohol y sentía la mirada de todos violando
mi apariencia. Me senté en las escaleras traseras y dormí un poco hasta que se
me cayó la botella de las manos hacia la calle. Maldije el momento, vi un
asiento vacío, me senté. Eran las 7: 13 p.m.
8.
Marien había
desaparecido de mis recuerdos. Mis cicatrices del encuentro con María también. El olvido había devorado ambos aconteceres hasta el sábado pasado.
Manolo, un amigo, hizo una fiesta en Atlixco – Puebla. Junto con Marlon, Edu,
Josephi y Kentucky fuimos a aquella fiesta. De camino compramos cerveza e
íbamos bebiendo. De pronto, a petición de mis amigos, narré la historia sobre
un acontecimiento en el que unas golondrinas se presentaron haciendo un
espectáculo durante un mes en el estado de Chiapas. Seguimos bebiendo. Al
llegar a la fiesta y después de saludar a algunos amigos, llegué con Raúl quien
me dio una botella de whisky. Comencé a beber de ahí. Ambos platicamos un rato
y, sin predecir el encuentro, Marien pasó frente de mi con la cabeza abierta,
con sangre. Patética similitud con María. De eso se trata, de peleas,
desollar, sangrar y beber. De nuevo, asustado por aquella imagen, le di un
trago al whisky y huí, como una rata en búsqueda de paz, entre la gente de la
fiesta deseando no ver nunca más a Marien, pues, lo que había estado muerto,
enterrado, pudriéndose; se me presentó como un destello de luz.
JAGordilloL.