02-06-2016
Las memorias del uno, las memorias del
otro VIII.
Deriva I.
Hay una amenaza
filtrándose por la ciudad, una peste asentándose, ya sea en el aire libre o en
el rincón más asqueroso del metro y no parece haber modo alguno de hacer algo
al respecto más que seguir intoxicándonos con cada respiro. Los automóviles,
inventados para acelerar la llegada de un punto a otro, han perdido por
completo su cualidad que, tal vez, pudo haber servido para dirigir el tiempo
“ganado” en la construcción de la vida comunitaria y en el ejercicio de la
voluntad del humano. Tener un automóvil proyecta la victoria de la estupidez
humana y su cobardía de no tomar el saber cósmico que lo forja para vivirse
desde el organismo vital del que somos parte. El humo que vomita el escape me
recuerda a los hornos de la Shoah, el
sonido del motor y el claxon a los gritos demenciales de las madres que,
histéricas ante su imposibilidad para estar consigo mismas y la vida exterior, fisuran
la escucha de los hijos pequeños. Las grandes avenidas, esas planchas de
concreto, ojalá fueran el camino que guiara a los miles de automovilistas hacia
algún destino, por ejemplo, a la vida familiar, ese núcleo singular donde
padres e hijos deberían reunirse para compartir su estar siendo a partir de la
escucha, de modo que, cada uno de los integrantes, pudiera decir la forma en
que ejerce su voluntad en la vida. Las relaciones familiares serían enlaces de
acontecimientos que suceden en el organismo vital vinculados por la
perdurabilidad del deseo de vida, por tanto, de la finitud. Los hijos, al fin podrían
ser comprendidos como una manifestación de la entrega total, sin condición, de
un ser a otro posibilitando y afirmando la vida misma. Pero ese no es el
destino de las avenidas. Es la constante carrera vacía, incierta y angustiante
de llegar más rápido a nuestras pasiones, al placer que produce alcanzar el
objeto deseado y, aunque sea por instantes, casi efímeros, sentirse completo;
cualquiera que sea el costo por ese sentimiento y olvidar nuestra débil, pobre
y ridícula existencia basada en pretender ser otro –él, Justin Bieber, ¿y ella?,
la del cuerpo perfecto y cutis limpio con miles de followers en Instagram que atrae la atención de todos
los hombres ciegos que basan sus relaciones con las mujeres desde los
aprendizajes de la pornografía que satura su historial– se paga aunque este sea
el asesinato del otro. El camino por Avenida Patriotismo por la mañana era
desconcertante. Los momentos sucedían rápidamente, los automóviles avanzaban al
ritmo del semáforo, los rostros de los conductores, por más que me esforzaba en
recordarlos, se desvanecían en instantes dejando incógnitas en el camino. Mi
destino: ir al banco y pagar, se había convertido en una aventura matutina de
asombro por la dinámica cotidiana que sucede en la Ciudad de México. Llevaba
prisa, así que ingresé al banco, subí las escaleras, recordé el video Daydreaming de Radiohead, y pensé en
escribir sobre el constante cambio de escenarios y mundos que un sujeto vive en
su cotidianidad, la densidad histórica que hay en cada uno de ellos y la profundidad
con que podríamos escuchar y maravillarnos de esos mundos si tan solo
entendiéramos el significado de estar en un lugar, es decir, participar en la
continua construcción del cosmos. No había gente formada. Me acerqué a la
ventanilla, esa ridícula división de vidrio blindado, donde el único interés
que hay para hablarle al otro es una transacción de dinero. Mientras se
imprimía el comprobante de pago, volteé hacia mi izquierda donde había un
cartel con al menos veinte fotografías de personas con pistolas apuntando hacia
las cajas (a ningún civil, solo a las cajas), cuyos rostros eran muy difíciles
de identificar más allá de una bola de carne, con un encabezado compuesto por letras
rojas y una tipografía Arial 100, que decía: DENUNCIE. El imperativo literal:
denunciar con las autoridades a alguna o más personas que aparecen en el cartel
si llegase a encontrármelos un buen día en la calle mientras voy atendiendo Whats App y tomando un café de Starbucks mientras en los audífonos
suena la nueva canción de The Chainsmokers, me parecía más bien un reto
intelectual por preguntarme el significado verdadero de DENUNCIE. ¿Será una
mala broma de los directores de los bancos que, un día, mientras estaban por
alguna razón equívoca en alguna de las sucursales, se les ocurrió para
justificar el trabajo del policía armado de la entrada? O, tal vez ¿es un
síntoma más de una sociedad donde el crimen es el atentado contra los grandes
corporativos y el Estado su defensor principal?
Una vez con el comprobante en la mano salí del banco. Decidí, en vez de
caminar la avenida, ir por las calles de la colonia Escandón en dirección a mi
casa. Quise relajarme, los quince minutos de ida habían sido agotadores.
Aún
hay zonas donde es posible andar solo por el gusto de hacerlo, recorrer las
calles debajo de grandes arboles mientras los pájaros enuncian su existencia
con cantos provenientes de la experiencia del vuelo, observar cómo las plantas
desbordan los límites rentables del espacio en los balcones de los edificios,
ver las ventanas de las casas e imaginar a sus habitantes, sus historias y cómo
a partir de ellas están en el mundo. Observaba los negocios locales y cómo
interactúan, por ejemplo, con las amas de casa. “Don Juan, buenos días. ¿Qué
tal los quince años de su nieta?”, “Seño Mari. Pruebe usted este mango, me lo
acaban de traer. Muy bien, si le gustó el regalo que uste` me recomendó”… O
bien, con los repartidores de Gamesa: “Quiobo patrón. ¿Cómo le va?”, “Qué paso
mi Pedrito, pues aquí, dándole duro”. Mientras seguía mi camino pensé en la
infinidad de veces que había entrado a un Oxxo a comprar una Coca-Cola de
vidrio, Doritos Incógnita y Delicados, sin siquiera ver a los ojos a la persona
detrás de la caja registradora. Recordé, también, aquel verano en San
Cristóbal, cuando a los nueve años iba a la tienda de mi tía a atender la caja
y las personas que me saludaban: “hola güero”, y la breve plática que se establecía
entre los clientes y yo. La platica era importante pues, en ese entonces, me
gustaba reconstruir, a partir de los dulces que compraba la gente, su vida
cotidiana.
Al
llegar a mi hogar, debía apresurarme pues viajaría a Puebla. Tenía algunas
horas para ir a otros bancos, preparar una maleta, enviar mails, bañarme, comer
algo e irme. Sentía una necesidad de enunciar lo que me había sucedido en la
mañana. Había experimentado una vivencia del tiempo y el espacio que, hacía
unos meses, planteé en una ponencia sobre la Edad Media donde reflexionaba que
ante un presente constituido por la inmediatez, la automatización, el rechazo a
todo lo que tenga que ver con lo “duradero”, la eliminación de toda
responsabilidad, el desinterés por la historia del otro, una propuesta para
posibilitar el lugar de encuentro cuyo interés central sea la escucha atenta y
el diálogo para la construcción de un bien común, podría ser la comprensión del
tiempo como el historiador francés Jacques Le Goff (1924-2014) propuso a lo
largo de su obra: la larga duración. Es decir, una duración del tiempo que
fuera comprendida y aprehendida desde la continuidad de las prácticas
culturales. De este modo, por ejemplo, la peregrinación a la Basílica de
Guadalupe del 12 de diciembre que sucede año con año, deja de ser solamente
unas cuantas horas de transmisión en vivo por los canales de la T.V. nacional,
primeras planas en diarios, tráfico en las autopistas, o como leí en una
ocasión en Facebook: “un montón de
borregos”, para ser una tradición que se remonta hacia el siglo XII cuando el
culto mariano se populariza y la Virgen comienza a tener un lugar central (junto
con Jesús, el Espíritu Santo y Dios) en la religión Católica (como lo muestran
frescos en iglesias medievales, miles y miles de cuadros en la Nueva España, e
incluso millones de imágenes que al día de hoy se encuentran en todos lados en
México) llegando a tener un lugar sagrado en México donde hasta la fecha,
después de ocho siglos, sigue siendo un elemento coyuntural para la cultura
dentro y fura del país. Vivirse desde la larga duración es saberse como seres
cuyas acciones son extensiones de prácticas milenarias. El ser humano se
posibilita gracias a la vida de otros, ya sean humanos o de otras especies,
todos son importantes. El humano, así como el astro, la jacaranda, la tortuga, el
río y la montaña se constituyen a sí mismos como manifestaciones de vida. No
habría mundo posible sin el otro. Esa es la singularidad de la larga duración.
Tomé
un taxi con dirección a Antara-Polanco. No me fijé la ruta que tomaba el chofer
por ir hablando con él. De pronto estábamos atorados en periférico, con un puente
monumental encima de nosotros hecho de miles y miles de toneladas de concreto.
Imaginé que, colgados, habían helechos gigantes, estoy seguro que cambiaría
completamente la experiencia del tráfico. Llegué tarde para tomar el camión de
las 18: 00. Queda el de las 20:00. Esperar dos horas en una plaza comercial no
figuraba en mi vida de aquel día. Mientras decidía que hacer frente a una gran
entrada a la plaza, pensé que tal vez, en unos 100 años, los historiadores
podrían decir, al ver nuestra civilización ya en ruinas, que entre el siglo XX y el XXI los templos
más sagrados, después de los estacionamientos, eran las plazas comerciales,
pues allí era el lugar donde los individuos tenían múltiples momentos de
éxtasis que los llevaban a entrar en un trance-comercial haciendo, al menos,
dos actividades principales: el acto de empoderamiento: deslizar la tarjeta de
crédito por la terminal, y el acto de comunión: comer un Mctrío mientras el más
reciente video de Meghan Trainor copta todas las miradas del lugar sagrado: el fast food.
Starbucks fue mi destino. Me senté en un lugar
apartado. La necesidad de enunciación, de inscripción en un mundo sin
posibilidad de asentamiento al fin podía ser satisfecha. Comencé a redactar
estas líneas, cuando dos mujeres de mi edad se sentaron a mi lado. La distancia
entre las mesas era corta, apenas treinta centímetros. Hablaban en voz alta,
casi gritando: “no mames la pache-peda que me puse ayer we. Hoy que me levante
we, estaba toda frita en la mañana, ni me acordaba del tipo ese con el que me
agarré wey, literal, se me olvidó”. Su amiga le respondía: “estaba medio feito,
¿no?, así, medio gato”. Volteé a verlas, no parecieron notar mi presencia.
Ambas sacaron sus celulares, la más cercana a mi tenía abierto Instagram y con su pulgar derecho
deslizaba con una rapidez impresionante de abajo arriba mientras cientos y
cientos de imágenes pasaban hasta que se detuvo en una. “No mames lo buena que
está Renata, mira sus boobs, están cabronas”, su compañera, al ver la
fotografía tomó un sorbo de su té helado y contesto: “ay si wey, equis, ya
sabes que es medio zorra. Además, yo tengo una ‘pic’ parecida y tengo mucho más
followers”. Tras diez minutos de estar allí se fueron. Continuaba escribiendo.
Paré durante un momento, ya habían pasado dos horas desde mi llegada. Era
momento de ir al camión. Volteé a ver a mi alrededor: trece mesas estaban
ocupadas, la mayoría de personas estaban viendo sus celulares, los empleados
preparando cafés sin parar y diciendo: “hola buenas tardes, bienvenidos a Starbucks, ¿qué le vamos a dar?” una y
otra vez, un policía privado bostezando mientras abría y cerraba la puerta a
los consumidores, gotas de lluvia deslizándose por los ventanales que
reflejaban a un joven volteando de un lado a otro con una lap-top encendida que
regresaba la mirada a su pantalla y continuaba escribiendo.