Septiembre de
2014.
Las memorias de uno, las memorias del
otro II.
Repoblar con sirenas los
pantanos.
Todo
el parecido a la realidad es mera
coincidencia.
Blah, blah, blah.
El nivel de
expectativas y emoción que se tienen al ingresar a la universidad son
proporcionales a la ignorancia. Tardé cerca de un año para convencerme de ello.
Las clases, lejos de ser un sitio de aprendizaje, son similares al hundimiento
en un pantano. Los alumnos, sin tener claro el por qué de su estancia en tal
institución, son violentados con un embudo de teorías que, a falta de seriedad
y profundización, se convierten en la carta de presentación de una clase
privilegiada de todólogos. Los docentes, acostumbrados a una clientela de lactantes,
se especializan, sin saberlo, en producir monólogos. En fin, más allá de mis
quejas –absurdas–, la universidad tiene la ventaja de ser un espacio, limitado,
donde los encuentros suceden, me suceden. Es lo bello del acontecimiento; no es
cuantificable, no está sujeto a predicciones, mejor, es una experiencia que
se desborda de todo acto performativo.
Fue,
en un momento impredecible –pero posible–, cuando tras finalizar una clase, me
presentaron a Regina. Observé su físico, era muy atractiva. Tiene el cabello
castaño claro –casi güero– ; su estatura excede el “promedio”, calculo un metro
setenta y cinco, tal vez más; sus ojos son de color verde claro; su voz –que
delata de inmediato el lugar de su procedencia– tiene una tono grave y alto.
Recuerdo nuestra primera platica. Ella me contó, brevemente, su proyecto de
tesis y breves pasajes de su historia. Yo le conté mis inquietudes sobre temas
propias de mi carrera, mi reciente estancia en su ciudad natal y mi opinión
sobre aquel sitio. Hablamos cerca de una hora. Nos despedimos.
Pasó
cerca de un mes antes de que nos volviéramos a encontrar. Un profesor con quien
suelo conversar y discutir algunos temas de nuestro interés, me invitó a una de
sus clases. Pensamos que allí podría ser una oportunidad para compartir
nuestros puntos de vista. Las clases eran miércoles y viernes de la una de la
tarde a las tres. Tras un par de semanas decidí acudir al salón. Al ingresar me
encontré con unos quince o veinte compañeros, dos conocidos, los demás eran
extraños. Inmediatamente volteé a ver a un par de mujeres; eran guapas y
vestían de tal manera que mi mirada recorrió gustosamente su cuerpo. Tomé
asiento. Saqué mi libreta y una pluma para anotar. De pronto, Regina ingresó al
salón sentándose en el pupitre de mi izquierda. Nos saludamos.
-No sabía que
tomabas esta clase, dijo.
-Me invitó el
profesor, vengo de oyente. ¿No ibas en maestría?
-Sí. Hubo un
problema en la inscripción de materias. Vengo por equivocación.
-Ok.
La clase comenzó y finalizó como
todas las demás. Salí del salón, encendí un cigarro y me fui de la universidad.
Días
después acudí a una fiesta en el departamento de una compañera que estudia
literatura. Compramos cerveza, y, más tarde, bebimos vodka. No quería estar
allí. Más allá de la platica con un compañero de filosofía, lo demás era aburrido.
Lugares comunes, aventuras que no me interesaba escuchar. Una amiga –la que me
invitó a la reunión, amiga a su vez de la anfitriona– me recordó que le atraía
a Julieta, la estudiante de literatura. No me gustaba, ni me interesaba. ¿A qué
hombre puede gustarle una mujer que se la pasa callada durante una reunión y
solamente sonríe, estúpidamente, cuando le diriges la mirada? No importa.
Estaba ebrio, caliente y era el objeto deseado de alguien. Me acerqué a Julieta
y conversamos, no recuerdo el tema. Nos besamos. Ella hacía constantemente
pausas para preguntarme por qué la besaba. Me desesperaba esa actitud.
Solamente quería sexo. Le dije cualquier cosa y a partir de allí, durante unos
meses, iba a su departamento a follar con ella. No follaba bien, no me aburría.
El paso del tiempo en la universidad aumentaba
mi fatiga en mi vida diaria, la relación con Julieta no ayudaba; me sentía en
un estado de putrefacción. Mis distracciones dentro de mi horario de clases se
concentraba en burlarme de algunos de los alumnos, ver mujeres y acudir a la
clase donde coincidí con Regina. Después de terminar esa clase –las de los
miércoles y los viernes– como de costumbre me dirigía con el docente a un área
para fumadores. El área asignada para los consumidores de tabaco me producía,
en ese tiempo, náuseas. Me sentía como un pollo de engorda, aislado y rodeado
de mierda. Regina solía, de vez en cuando, ir con nosotros a platicar, o,
simplemente a estar y escuchar. Apreciaba ese gesto. Empezamos a coincidir en
el regreso a nuestros hogares. Regresábamos juntos y conversábamos. Me gustaba
escucharla. En una platica recuerdo que le pregunté por su edad.
-¿Regina, cuantos
años tienes?
-26.
-¿En serio? Te
ves más joven.
- Es lo que me
han dicho, lo que me dicen casi siempre.
-Pues, que vieja
estás –le dije en tono de broma.
-¿Y tú, cuantos
años tienes? Tengo dudas, vas en licenciatura pero no pareces.
-Tengo 20. ¿Por
qué no parezco?
Risas.
Cuando ríe más de cinco segundos suele soltar fuertes carcajadas.
- Eres muy pequeño.
Pues, no sé, hablas como alguien más grande, más maduro. Pero no te alces ¿eh?.
Tómalo como un cumplido, nada más.
-Me lo han dicho
anteriormente. Pero gracias, supongo. Deberíamos de ir un día por un trago, una
comida, un café, da igual.
-Me parece.
Pasó el semestre y no tenía manera
de contactarla más que por las clases que, por desgracia habían terminado.
Quería verla, de verdad. Pero no iba a pedirle su número. El encuentro, pensé,
tenía que continuar siendo esporádico, nada de planeación. Parecía un cliché. Para mí tenía sentido. De hecho,
a veces, al caminar por las calles de mi hogar –me agrada, desde hace tiempo,
caminar sin rumbo y, eventualmente, pararme a tomar un trago en
algún bar– deseaba encontrármela paseando por allí. Tal vez, algunas de mis
caminatas pudieron ser por forzar el encuentro, aún así, solamente me
encontraba con mi deseo fracturado.
Continuaba follando con Julieta. El
hecho de ir a su departamento, beber vino y/o cerveza, encender la televisión y
apoltronarme en su sillón me tranquilizaba. Cesaba mi continua reflexión sobre
el absurdo que, generalmente, reina las decisiones de la gente: esforzarse e
inclusive pagar por, cada vez mas, apegarse a una serie de personalidades reguladas
por un sistema de consumo que busca, a toda costa, borrar toda diferencia.
Al menos, con el silencio de Julieta, esos
pensamientos se suspendían. Mis encuentros con Julieta no eran exclusivos. Al
mismo tiempo, con diversas mujeres tenía relaciones de otro orden. Todas ellas
agonizantes pero placenteras. Hacía años que no me enamoraba. No tenía por qué
suceder, no había motivo.
Pasó poco tiempo para que dejara de
ver a Julieta. Me había hartado la situación, ya no era placentero. Le dejé de
hablar. Recuerdo que mi amiga, la que nos presentó, me dijo que estaba triste y
que ella se había enamorado de mí. Por mi parte, tenía otras preocupaciones. La recuerdo con cariño.
Por motivos que solamente
evidenciarán las letrinas de mi historia, tuve que empezar a trabajar. Pagar mi
comida, mi universidad, mis libros, el alcohol y el tabaco. Uno de mis trabajos
era el participar en un proyecto de divulgación de la historia. Era divertido y
aprendía mucho. Mucho más que en las clases y, además, me apagaban. Uno de los
tantos productos del proyecto fue la publicación de un documento que integraba
información que, sin duda, acompañaría a la reflexión de varios temas. La
presentación fue un día entre semana. Invité a algunos amigos y conocidos al
evento, pocos llegaron. Una vez sentado en el foro de la presentación vi, con emoción,
cuando Regina ingresaba y tomaba asiento. Nos reconocimos mirándonos. Nos
saludamos con un gesto. La presentación inició. No duró mucho, tal vez una
hora. Terminando hubo un brindis. Decidí ir con mis amigos. Bebimos mucho vino
y platicamos de temas que no me divertían, no me aburrían, pero me hacían reír.
Al finalizar el brindis, ya beodos, mis amigos y yo, decidimos ir a fumar un
cigarro. Llegando al área más cercana para fumar –de nuevo me llegó el recuerdo
del desagradable aislamiento– me encontré con Regina. Ella hablaba con algunos
de sus amigos. Eran grandes, más de treinta años. Me terminé el cigarro antes
de hablarle, la saludé y le pregunté sobre
sus planes de esa noche.
-Hola Regina.
-Hola, ¿cómo has
estado? Hace tiempo que no nos vemos.
-Ya sé, un rato.
Pues, he estado trabajando aquí, por allá. Sigo estudiando, y, demás. ¿Qué vas
a hacer al rato, en la noche? –pregunté–.
Volteé
a mi derredor y vi a sus amigos mirándome con cara de repudio.
-Pues, no sé. Tal
vez ir a beber por ahí. Tengo una reunión por donde vivimos, puede que vaya.
Pero, llámame y vemos.
-No tengo
celular, sabes que me disgustan. Pero le digo a mi amigo que lo apunte.
-Ok.
Nos pasamos los números. Era hora de
irnos, el transporte público no suele transitar a altas horas de la noche. Menos
subir a una tercia ebrios.
Nos
fuimos.
En el camino recordé que una mujer que estaba en la
presentación cumplía años ese día. Me comentó durante el brindis sobre una
reunión que harían cerca de mi casa, en un bar. Me invitó. Decidimos contactar
con ella por medio del celular de mi amigo, el mismo que registró el número de
Regina. Al llegar a mi hogar, un amigo decidió irse. El resto de nosotros,
fuimos a un bar que está en la esquina de mi casa por un trago. Platicamos sobre
nuestras posturas de ciertos temas y hablábamos sobre las mujeres que estaban
en el bar. Terminamos nuestros tragos y nos dirigimos al bar donde se festejaba
el cumpleaños. Al llegar pedí una cerveza y comencé a hablar con unos sujetos,
eran divertidos. En una de mis idas al baño recordé que mi amigo tenía en su
celular el número de Regina. Se lo pedí y, con cierto grado de emoción, le
hablé.
-¿Sí? – Contestó
ella–.
-Hola, ¿Regina?.
-Si, ¿quién
habla?
No
respondí.
-¿Eres quién creo
que es?, dijo.
-Puede que tengas
mucha imaginación, contesté.
-Sabía que me
ibas a hablar, respondió.
-¿Quieres venir
por un trago?
-¿Dónde estás?
-En un bar.
-No creo. Estoy
en una fiesta y la estoy pasando bien. No quieren gente externa aquí.
-Ok. Pues, me
hubiera gustado verte. Estoy casi seguro de que no la pasaríamos, al menos,
aburrido.
-Pero, estás con
tus amigos ¿cierto?.
-¿Y?
-Se me olvidaba
que eras más maduro y a veces te cansan esas reuniones, me dijo con un tono
sarcástico y burlón.
-Da igual.
Diviértete y nos veremos, algún día.
-Está bien.
Adiós.
No me sentí mal por el rechazo.
Solamente me di cuenta del gran vacío y hartazgo que tenía en esos momentos.
Fui por un mezcal. Continuamos bebiendo con mis amigos y decidimos acudir a
otro bar. En el camino, una mujer que estaba en el grupo y yo empezamos a
platicar. Estábamos ebrios. Ella se sentó sobre mis piernas poniendo sus nalgas
sobre mi pantalón.
Con el movimiento del automóvil –al cual nos
subimos para cambiar de establecimiento– ella rozaba su cuerpo contra el mío.
Empezamos a acariciarnos y besarnos. Era incomodo, al lado teníamos a más gente
y no podíamos movernos como lo deseábamos. Llegamos afuera del bar. Me fumé un
cigarro fuera viendo a un par de edecanes de Marlboro. Más que deseo, me
produjeron angustia. La utilización de su cuerpo para vender cigarros me
parecía detestable. Sí tan solo hubieran dejado de sonreír por un segundo, me
hubiera gustado ver su rostro serio. Aún así, tenían buen cuerpo. Lancé mi
cigarro en la calle. Entré al bar. Subí unas escaleras, me dirigí a la barra y
pedí tres tragos. El hecho de hacer fila me producía asco. Tras pagarlos, di la
vuelta y mis amigos estaban allí. La mujer del roce de los cuerpos me besó
apasionadamente mientras, con sus manos, me agarraba el cabello. No quería que
mis tragos se me cayeran al suelo. La separé, me bebí dos de ellos y me senté
en un sillón a escuchar la música. Sonaban canciones tropicales, la gente
bailaba. Fui a la barra por cerveza. Mientras esperaba, una mujer me tocó el
hombro. Volteé y era una amiga de Guadalajara que había conocido poco tiempo
atrás. Era atractiva, sin embargo, al menos conmigo, nunca habló mucho. Ella
tomó mis cervezas para sí sonriéndome y fue a bailar. Me di la vuelta y pedí
más cerveza. Decidí ir al baño. Me encontré con la mujer del automóvil y los
movimientos placenteros. La invité a mi casa a seguir bebiendo.
-¿Estás bien
aquí? Pregunté.
-Estoy algo
aburrida.
-Vamos a mi casa
por un trago.
-Tengo novio,
dijo.
-Y yo tengo vino,
¿vamos?
-Está bien. No le
digas a nadie.
-A nadie le
importa, créeme.
A punto de irnos, unos de sus amigos
la detuvo y hablaron durante un rato. Bajé por otro cigarro. Mientras lo fumaba
un sujeto me regaló una cerveza nueva. Bebimos en silencio. De pronto bajaron
la mujer y su amigo.
-Me tengo que ir,
dijo.
-¿Tienes qué?
-Bueno, no puedo
hacerle esto a mi novio, vamos 5 años.
-No te apures,
nunca le haces nada a él. Ni siquiera sabes quién es él. Es lo que puedes y
quieres ver. Te da miedo sentirte mal tú, él no importa, no te importa, no nos
importa. Nunca ha importado, ni importará.
-Aún así, me voy.
Me besó por última vez y se retiró.
Decidí reingresar al bar por un trago más e irme después. De nuevo en la barra
conocí a una mesera de allí. Era guapa. De estatura baja, con cabello largo,
negro, y sus ojos tenían un tono azulado; comenzamos a platicar sobre lo
divertido que es ver a gente ebria. Sobre todo porque demuestran lo que
reprimen la mayoría del tiempo. La invité a mi casa, me pidió mi dirección. Se
la di y me fui del bar.
Amanecimos juntos. Ella se
encontraba a mi lado, con todas mis colchas sobre su cuerpo desnudo. A lado de
mi cama, en mi buró, había un trago de vino, lo bebí y empecé a acariciar su
cuerpo. Despertó y tuvimos sexo. Fue muy pasional, empezó besando mi cuello, y,
antes de la penetración, realizó el mejor sexo oral hasta ese día. Duramos
cerca de treinta minutos, espere a que acabara ella para correrme. Terminé,
saqué dos cervezas del refrigerador. Al regresar a mi habitación ella estaba
dormida. Me senté en mi sillón, abrí una cerveza, encendí un cigarro y
solamente pensaba en Regina.
Las vacaciones comenzaron. Continúe
trabajando. Para mi las vacaciones son un
alivio. No veía a tanta gente, me daba tiempo para escribir, leer y beber sin
tener que ir al día siguiente a clase. La resaca resultaba ser la única carga.
Recuerdo
que una noche iba caminando con dos amigos en dirección a un bar. De camino me
encontré con Regina. Mi deseo pasado de encontrármela en la calle se había
esfumado, me sorprendió. Nos saludamos- de nuevo me emocioné por verla. Iba
vestida de negro, con el cabello más largo, le llegaba a media espalda, olía
bien y sus aretes, de jade verde claro, resaltaban su cuello. Intercambiamos
palabras y nos despedimos. Mis amigos me preguntaron acerca de ella.
Encendí
un cigarro. Al llegar al bar pedí un trago. No recuerdo cómo acabó esa noche,
no importa. Había visto a Regina después de perder toda esperanza de volvérmela
a encontrar.
Amanecí, vomité en un baño ajeno. Al regresar del sanitario
y enjuagarme la boca vi a una mujer en una cama, al lado mi ropa y una botella
de ron casi vacía. Me vestí, encendí un cigarro, bebí de la botella, decidí
llevármela y me dirigí a mi hogar.
Los días pasaron y un nuevo semestre
comenzaba. Lo único interesante de regresar a la universidad era ver a un par
de mujeres con las que estudio la carrera, las alumnas de nuevo ingreso, las
novedades en la biblioteca y saludar a algunos conocidos y amigos. Mi horario no
quedó mal. De martes a viernes salía a las 3 de la tarde e ingresaba, excepto
el miércoles, a las 9 a.m. Me daba tiempo para escribir, leer y caminar.
Pasaron los días, el asco se
agudizaba. Un martes, tras un fin de semana que pasé con un amigo que regresaba
de Los Ángeles, estaba en la biblioteca de la universidad sentado, crudo,
esperando a que dieran las 11 a.m. para ingresar a una clase. Mientras checaba
mis redes sociales –hace tiempo que las uso solamente para difundir mi blog y
leer un par de publicaciones interesantes– escuché que alguien llamaba mi
nombre. Volteé a ver y era Regina. La vi más delgada, más guapa que nunca, no
por su físico, más bien, por lo que me hacía sentir: una incomprensión de
por qué me atraía tanto.
-Regina, me da
gusto verte, le dije.
-A mi también,
hace tiempo que no nos veíamos.
-Desde la
presentación del libro.
-Oh sí, ahora
recuerdo. ¿Cómo has estado?
-Agonizando, como
todos.
-¿Ah?
-Bien.
-Vengo a hacer
unos tramites, me graduó pronto.
-Qué bien. Me
gustaría ir a tu ponencia.
-Claro, yo te
aviso, será por octubre.
-Me encantaría.
-Pasas a tercer
semestre, ¿no? Preguntó.
-Y ya no aguanto.
-Eres un
amargado, me dijo.
-Tú también.
Además pareces de 50 años.
-Jódete,
respondió.
-Oye, vamos por
un trago.
-¿Ahora? Son las
11 a.m. Es muy temprano, contestó.
-Mejor, así el
día se diluye desde la mañana.
-No creo, pero, en un rato estaría bien ir.
-¿A las 12:30?
-Va. Te espero
aquí, en la biblioteca. Llega temprano, me aburro rápido.
-Te veo a las
12:30.
Acabó mi clase temprano, cerca de
las 12:20. Fui a fumar un cigarro. Me encontré a unos compañeros de la carrera
y conversamos. Al terminar de fumar ingresé a la biblioteca en búsqueda de
Regina. Estaba sentada con las piernas cruzadas. Me vio, guardó sus cosas y se
levantó. Salimos en silencio de biblioteca, acordamos donde ir a beber. Fue en
un bar que se encuentra en frente de la universidad.
Nos sentamos, comenzamos a beber y
platicamos cerca de 5 horas seguidas. Los vinos aumentaban (proporcionalmente
nuestras risas). Era un momento grandioso. Sus comisuras, al reír, hacían su
sonrisa más bella; su mirada, no sus ojos, me permitían dejar de observarla. Al
dar las 5:30 de la tarde, decidimos irnos de ahí y acercarnos a nuestro hogar.
Allí decidiríamos si continuar la plática o suspenderla. No le dimos
importancia en ese momento. Reíamos juntos, estábamos, al fin, juntos. Subimos
al mismo transporte. Ella tomó asiento, inmediatamente al sentarme, la besé.
Sus labios sabían a vino. Nos separamos, sonreímos y reímos fuertemente. Saqué
mi Ipod y comenzamos a escuchar música durante el camino. Escuchamos The Cure,
entre otras bandas. Bajamos del transporte y le propuse que fuéramos a mi casa
un rato. Accedió. Al llegar puse música, encendí un cigarrillo y comenzamos a
platicar. Le conté sobre mi relación con un par de muy buenos amigos, mi
interés por la poesía –inclusive le leí uno o dos poemas míos– y, en mi sillón,
comenzamos a besarnos, ésta vez, más rápido. Recibí una llamada –por razones de
trabajo tuve que comprar un celular, uno sencillo, que, por cierto, sigo sin
saber usar–. Ese día iba a tener visitas en mi hogar y, preferiblemente, debía
de estar. Le comenté a Regina y nos dirigimos a su departamento. Vivimos cerca,
20 minutos a pie tal vez. En el camino reíamos y platicábamos. Paramos a
comprar más vino, cigarros y agua.
Ingresamos a su hogar. Es un espacio
amplio, amable con la vista a los árboles que se encuentran en la calle de
enfrente. Me invitó a su habitación. Estuvimos bebiendo y platicando cerca de
una hora. Ella me ofreció marihuana. Fumamos. Hacía mucho que no pasaba un
momento sin preguntarme por lo que pasaba fuera de mi, todo se centraba en el
goce que sentía al no saber que me mantenía allí, con ella, conmigo, con
nosotros. Nos besamos de nuevo durante un lapso de tiempo. Follamos. Follar no
se reduce a correrte dentro de una mujer. No. Follar es la prueba física máxima
en la cual el deseo por tener al Otro es casi posible debido a la penetración,
sin embargo, al saber que por más dentro y unidos que estén –la pareja– siempre
escaparan de ellos mismos.
Al terminar, seguimos bebiendo y
continúe fumando mis cigarros. Platicamos un rato y ella tuvo sueño. Quedó
dormida. Bebí más y me acosté a lado de ella. Le acariciaba apenas con las
yemas de mis dedos. Recorría su espalda y su vientre. No dormí en toda la
noche. Sufro de insomnio, dormir me da miedo. Los sueños y las pesadillas son
demasiado placenteros para despertar. Es, justamente, el despertar a lo que
temo. En fin, me vestí en la mañana. Ella se despertó y me preguntó qué hacía.
Le dije que tenía que irme, tenía compromisos. Nos despedimos.
Días después acudí a una fiesta.
Regina continuaba en mis pensamientos. Bebía whisky y platicaba con mi primo.
Después de varias copas, pude sentirme menos tenso. Continuábamos platicando y
bebiendo, solo quería la mirada de Regina, sentir, por un momento, su piel. Me
senté en una mesa, allí había cerca de 8 jóvenes, no más de 19 años bebiendo en
silencio y jugando con sus celulares. Sí supieran lo ridículos que se veían se
hubieran revolcado en su mierda. Comencé la plática con ellos, en especial, con
dos o tres mujeres que, más que aburridas, se veían vacías. Me gustaba su risa,
las mujeres cuando ríen le dan un respiro al mundo. Una de ellas, la menor,
acaparó mi atención.
-He leído tu
blog, me gusta como escribes, me dijo.
-Es reconfortante
escribir, lástima que sea efímero.
-¿Has escrito
para mujeres? Pareces conocerlas bien y, al mismo tiempo, desconocerlas.
-Una vez amé a
una. Me gusta follar.
Pensé
en Regina, bajé la cabeza y sonreí.
- Nunca he
follado ni he amado a alguien, me contestó.
-Es interesante
pero la mayoría de gente que ama y folla no hace más que masturbarse a sí mismo
por medio de Otro. Es deprimente.
-¿Por qué eres
tan hostil? Preguntó.
-No soy hostil.
Prefiero otras cosas, nada más.
Me
serví whisky de una botella y enciendo mi cigarro.
- Vamos a mi
hotel, quiero estar contigo hoy, solo hoy.
-No, respondí.
¿Estás seguro de
que eres …
Interrumpe mi
primo beodo y me pregunta si es hora de irnos…
-Me largo. No lo
hagas con quien sea, ¿quieres? Con quien elijas hacerlo, cuida que no te ame, que no le gustes nunca. Fíjate en que
ese sujeto, el que vaya a ser, se atreva a vivirte en la ceguera, en el
misterio, en la diferencia.
No volteé a verla. Me llevé la
botella de whisky y me fui a casa. Terminé la botella escuchando un álbum de
Nick Cave. Me quedé dormido en mi escritorio. Terminando el fin de semana, ya
en la universidad, decidí hablarle a Regina. No contestaba.
Decidí ir a beber. Diferentes amigos
me acompañaron en los distintos días de la semana. No pude estar sobrio durante
6 días, era demasiado.
El domingo salí con Regina a cenar. Tomamos
cerveza y mezcal. Platicamos sobre muchas cosas, todas ellas interesantes. Fui
a su casa después de la cena y, de nuevo en su cuarto, estuvimos platicando.
Nos besamos .De pronto, me dijo que se iría a Roma un tiempo. También me contó
lo que había hecho el viernes y el sábado de ese fin de semana. Su estancia con
dos hombres distintos y lo bien que se la había pasado. Cerca de las 2:00 a.m.
del lunes decidí largarme de ahí. Nos despedimos y le deseé buen viaje. Caminé
hacia mi casa, había frío y ninguna persona andaba por allí, iba solo. Pasé en
ir a comprar una botella. En la tienda
donde la adquirí, llegó Miriam, una mujer de 36 años con quien, hace un año
salí un par de veces. Mujer hermosa, cabello castaño hasta los hombros, ojos
color avellana, piel blanca, y su voz, profunda, como el sonido del viento
entre el bosque. Nos saludamos. Yo no comprendía por qué Regina me dijo lo de
los dos hombres, necesitaba un trago.
-Oye, ¿qué haces
tan tarde aquí?, me preguntó.
-Necesitaba un
trago. Tiempos difíciles.
-¿Qué tanto?
-Imagina que te
hundes, diariamente, en un maldito pantano. De pronto hay una sirena y, por
algún motivo, te impulsa a no hundirte para continuar viéndola. Hace tiempo que
no veías a una; por la condición pantanosa, estabas destinado a nunca ver más
sirenas. De pronto, ella, la sirena, se hunde y, con tal de verla, te hundes en
su búsqueda. Lo que no sabes es que ella puede regresar a la superficie, tú no.
Una vez hundidos, ella te besa y decide subir a la superficie.
-Suena terrible,
dijo.
-Voy a mi casa,
¿quieres un trago?
-Vamos.
- Quédate a
dormir, ¿quieres? Le propuse.
- No. ¿Quieres
que follemos?, follamos. Me voy después de tres copas.
-Está bien. No
hay vergüenza en el placer, he.
-Mañana tengo
trabajo, es por eso.
Miriam pagó sus cigarros y nos
dirigimos a mi hogar. Bebimos, fumamos algunos cigarros y follamos. Al terminar
se tomó de un solo trago un vaso de whisky. Se fue. Salí a mi balcón –da a la
calle de ingreso a mi edificio– la vi salir, me encendí un cigarro, me serví un
trago tras otro. Recuerdo que estaba ebrio y me quedé dormido en el baño,
vomitado.
Al día siguiente hice absolutamente
nada. Tomé una ducha, bebí y terminé de leer un libro. Terminé lo que
quedaba de la botella que había comprado y comencé a leer mi correo. Habían
varías cartas. La mayoría de mujeres y sorprendentemente dos de amigos
distintos. Casi nunca escriben, pero cuando lo hacen, logran hacerme pensar. Me
quedé dormido sobre mi escritorio.
Amanecí. Día de ir a la universidad.
Me bañe. El agua parecía un montón de mierda que me caía en el cuerpo, salí del
baño. Bebí una cerveza que estaba en mi buró, encendí un cigarro y comencé a
vestirme. Acudí a la universidad. Estuve algunas clases y, al terminar la
última, me encontré con una amiga. Lourdes toma clases delante de mi salón el
día martes. Me gustó verla, ver un rostro amigable alegra a cualquiera. Nos
saludamos, hablamos 5 minutos sobre los suceso recientemente acontecidos y, de
pronto, una mujer de cabello castaño, piel blanca, estatura mediana y ojos
cafés se acercó a saludarla. Iba muy bien vestida, llamó mi atención. Me saludó
también y se metió a su salón. Recuerdo que se llama Caro o algo así. No es
importante. Terminé de hablar con Lourdes y me fui a mi casa. Me quedé dormido
en el camino. Al despertar, tomé el metro y caminé a mi hogar. Llegué, abrí una
cerveza, encendí un cigarro, puse una canción de Ozzy Osbourne, recordé a
Regina. Sin embargo, la carga de tristeza que me habitaba hasta ese momento
cesó. Se desvió y pensé, con una sonrisa, en Carolina. Me terminé mi cerveza,
abrí otra y me dije a mi mismo:
-La vida es una
planta de tratamiento. No hay duda. Es una mierda, depende de nosotros, de cada
uno, volver de esa mierda abono.
Le
di un trago a la cerveza, encendí un cigarro.
La universidad. Lugar de encuentros
inesperados. Regina, Carolina, en fin. Queda, solamente, repoblar con sirenas
los pantanos.
JAGordilloL.